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Carta de Irlanda (III): el agua

08/05/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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Los pantanos vuelven de manera recurrente a nuestra memoria, en una tierra como la nuestra, que sabe de pérdidas y naufragios, pero también del corazón de los ríos. Mientras escribo desde Irlanda estas cartas atlánticas, contemplo una vez más la celebración del agua en esta tierra incomparable. Es fácil decirlo, en un país tan pequeño en el que los ríos surgen por doquier (el Shannon, con casi 390 kilómetros, el más largo), un país que puede presumir de tener unos doce mil lagos, arriba o abajo, y con una pasión por todo lo acuático que realmente sorprende al visitante. Tanta es la abundancia, que hasta 2014 no existía tarifa alguna por el consumo doméstico (y su implantación en las ciudades ha causado y causa no pocas protestas). Es bien conocido que el agua está en la médula de Irlanda. Esta isla no puede entenderse sin ella, y sus modos de vida, tampoco.

Pienso en nuestro León natal cuando esto escribo, donde los ríos son también extraordinarios. Más valiosos, si cabe, en nuestro contexto geográfico. Las políticas del agua van a marcar la historia del sur de Europa: la batalla del futuro está ahí, en el bien natural más importante que se conoce para la humanidad. Pero León es una tierra rica en agua, después de todo, cuya celebración parece estar a veces en las manos de los montañeros, o en las de los apasionados conservacionistas que retiran plásticos y basuras, o en las de los practicantes del senderismo, amigos de la umbría y la humedad de los árboles centenarios que aún no han caído presa de la locura del fuego, no tanto en los gestos institucionales.

En Irlanda sabes muy bien lo que significa un río. Yo, que nací en la ribera del Porma, recuerdo lo que su presencia significaba para nosotros en los veranos interminables. El río tenía el valor totémico del Mississippi. El fervor y el temor del río inspiraron nuestros primeros años, con sus aguas frías cortando nuestros pies como cristal, con el pantano arriba ya construido, y, sí, las truchas dormitando al sol, esquivas a las manos infantiles, aunque no siempre, en las pozas del infierno. La pesca es la gran celebración del agua en nuestra tierra, como se ve estos días, como vemos en los suplementos de los periódicos, o en la Semana Internacional, que ahora tiene hasta Filandón, como dios manda. La pesca protectora de los sueños del río, como lo es aquí en Irlanda, paraíso de salmones, de truchas también, de reos, y de especies autóctonas: y, salvo las normas locales, incluso sin vedas establecidas. Así que tenemos pasiones acuáticas que nos igualan con paraísos fluviales y marítimos como en el que ahora me encuentro, pero nuestra pasión por los ríos, esa que aflora con la celebración de la pesca cada año, debería ir mucho más lejos, ser más constante y duradera. La consciencia del paisaje y del agua no es asunto de los fines de semana. Sin la conciencia colectiva de la presencia de los ríos como valor fundamental para un pueblo no hay respeto posible. Y sin el respeto y la celebración del agua no hay futuro para nadie.

Pero decía que también los pantanos de vez en cuando regresan con su enorme vientre poblado de memoria. Hay agua luminiscente y hay agua herida. Su presencia es ciclópea, su golpe brutal. Quiso la casualidad que ayer mismo se publicara en este periódico un artículo del Colectivo Rampa sobre las conmemoraciones de los cincuenta años de la construcción del pantano zamorano bajo cuyas aguas quedó sepultado el pueblo de Argusino. Hablamos de mucho tiempo atrás, del tiempo de los pantanos. Pero fue la pasada semana cuando el cineasta Luis Avilés, hijo del poeta de Noia (A Coruña) Antón Avilés de Taramancos, ya fallecido, uno de los más grandes poetas de Galicia, trajo a Irlanda la cuestión del agua herida y de los pueblos ahogados. Lo hizo en el marco de unas jornadas sobre Crítica Medioambiental en las que tuve la oportunidad de participar, organizadas por otro gran amigo, y también poeta, profesor desde hace muchos años en la universidad de mi añorada ciudad de Cork, Martín Veiga. Luis Avilés vino a proyectar su documental, el que llevó a cabo con César Souto, sobre cómo la mucho más reciente construcción del pantano de Lindoso, en realidad portugués, acabó anegando las aldeas ourensanas de Aceredo, Buscalque, Bao o Reloeira. El documental, ‘Los días ahogados’ (Os días afogados), que se proyectó al día siguiente en el Instituto Cervantes de Dublin, cuenta el final de estos enclaves, en especial de Aceredo, la muerte de la vida en común en una tierra que era entregada al abrazo trágico de las aguas para la eternidad. Agua herida que subía por la carretera, mientras los lugareños sacaban las últimas vacas hacia arriba. Pero en 2012, durante la gran sequía, veinticinco años después de ser engullido por el agua, el pueblo de Aceredo resurgió por un tiempo, y dejó ver su cuerpo mutilado y los huesos mondos de la derrota. Los esqueletos de las casas tomaron entonces el paisaje lacustre, y Paco, el protagonista, que había filmado con su propia cámara, tal vez comprada en Barcelona cuando la emigración, el final de la aldea (y sus imágenes, de enorme valor y enorme fuerza, están incluidas, en gran parte, en el documental), recorrió junto a los cineastas, esta vez en barca, qué remedio, los fantasmagóricos restos de lo que había sido el territorio de la felicidad.

El impacto del agua herida, contado en este documental ante cuya contemplación es imposible no llorar, ocupó más de una hora de preguntas de los irlandeses presentes. Era, sí, otra forma de mirar el agua. Ellos, los que más saben de agua en el mundo, los que identifican el agua con la alegría y la celebración, contemplaban un fragmento del naufragio de la memoria casi sin intermediarios, con imágenes arrancadas a la tierra.

Hablamos, claro, de Julio Llamazares. Tuve muy presente lo que ese documental dice también de nosotros, y de otros lugares, lo que dice de nuestras pérdidas, y le pedí a Luis Avilés, el hijo del poeta (que llegó a Galicia con once años, porque nació en Colombia), que hiciera llegar el documental al escritor de Vegamián, si es que aún no lo conoce. Supongo que lo hará en breve. La cultura sirve sobre todo para mantener viva la memoria de los pueblos. He visto pocos ejemplos en los que se retrate la fragilidad de unas vidas, pocos ejemplos en los que se fotografíe el tamaño de la desolación, como esta película. (Y como los poemas sobre esa desolación, escritos, en lengua gallega, por Dores Tembrás).

Aprendo del agua ahora, mientras escribo, en estas riberas del pequeño Corrib, río amado. Seis kilómetros, tan sólo, desde el lago (lough) que lleva su nombre hasta el estuario de Galway. Negro, como todos los ríos que beben de lagos glaciares, negro de lecho negro, como el Blackwaters, como el Liffey en Dublin, al que Joyce llamó Anna Livia Pluravella, un río femenino. Aunque el Corrib ha sido también domesticado. En el siglo diecinueve, mientras en Irlanda tenía lugar la Gran Hambruna que llevó al país casi al colapso, que acabó con las cosechas y prácticamente con los hablantes de irlandés, Galway acometió una obra de canalización que hizo de las riberas del Corrib un territorio en el que se plantaron cientos de molinos. El Eglinton Canal puebla hoy de agua y de frescor esta pequeña ciudad de noventa mil habitantes. El agua, una vez más, omnipresente. Irlanda (como el Reino Unido) tiene tantos molinos esperando a ser reconstruidos que la tarea resulta prácticamente inabarcable. La política de recuperación de entornos fluviales que un día fueron industriales y ahora son sendas verdes es el camino a seguir. También la defensa de los cursos de los ríos, su desarrollo natural, y, por supuesto, la calidad de sus aguas. León tiene que saber que sus ríos son uno de los activos fundamentales de su futuro. No es paisaje, es mucho más. Contemplo ahora el Corrib discurriendo a mis pies, brillante y vivo, en este día inusitado de sol en Irlanda. Es cierto: hay distintas formas de mirar el agua.
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