Una pastelería que se funda en el siglo XIX y desaparece en el último tercio del siglo XX no nos puede dejar indiferentes.
Camilo de Blas fue siempre una institución en León que, de la mano de la familia, extendió su marca a Oviedo y luego a Gijón.
Mantuvo su funcionamiento durante muchos años, posguerra incluida, con dos características invariables: calidad y personalidad. En sus últimos años trató de adaptarse a la competencia en precios modificando algunos de sus productos estrella hasta que dio el traspaso, fórmulas incluidas. Vana idea, pues la nueva propiedad no fue capaz de mantener el nivel y terminó cerrando en muy pocos años.
Y así, de las cuatro mejores pastelerías históricas de León, Camilo de Blas, La Coyantina, Casa Polo y Yacor, cerró la última, pero la mejor, sin por eso desmerecerá las demás, pues todas y cada una tenía siempre algo único y personal.
Hoy solamente queda la tienda de Oviedo, a Dios gracias, como muestra de lo que fue aquél obrador, con bastantes, no todos, de los productos que elaboraba.
Y como uno es arquitecto, y no lo puede remediar, no puedo seguir sin hacer un comentario sobre la propia tienda, lo que fue y lo que es.
Porque de aquello nos queda solamente la fachada, y no toda, pues el escaparate de la derecha se ha convertido en una escalera que da acceso a otro negocio diferente del actualmente principal, y si la fachada se conserva en sus materiales originales y disposición compositiva (más o menos), no se puede decir lo mismo de su interior, hoy un decorado del momento, frío y soso, industrial y monótono, muy lejos de aquel interior decimonónico, de antigua pastelería, con sus vitrinas y mostradores de carpintería y mármol, que es lo que se conserva en la tienda de Oviedo, una delicia para el recuerdo que, este que suscribe, aún añora. Amigo lector: si no has ido por Oviedo y visitado Camilo de Blas, eso que te pierdes. Haz un esfuerzo, visítala, contémplala y adquiere cualquiera de sus dulces. Y entonces comprenderás que por algo ha sido plató de series de televisión y decorado de películas, Woody Allen incluido, y valora lo que aquí ahora no tenemos y mucho mejor que nadie podíamos tener.
Y las gracias a la persona de Camilo de Blas, que no era un desconocido. Más bien lo contrario, y si no, recuérdese esa cancioncilla (qué pena no poder reproducir la música) que se cantaba, y aún se canta, en esas comidas y cenas de pandilla leonesa, después de buen yantar y antes del «Asturias patria querida», con una estrofa que decía:
«Camilo de Blas, Cipriano Lubén
son de León también»
No, no era un desconocido cuando hasta en el cancionero leonés estaba.
Y no lo era porque, otras consideraciones aparte, su pastelería era sobresaliente, mantenía una calidad inigualable. Es más, durante la época dura de la posguerra, cuando aquí, en este país no había nada o casi nada, lo que Camilo vendía era de primera. Cómo lo hacía, no lo se, pero lo hacía.
Por ejemplo, hacía unas ‘libras’ de chocolate para la taza, envueltas en un papel blanco con simples letras, sin ningún adorno, con el que se podía hacer un chocolate estupendo, en una época que los chocolates, al masticarlos, rechinaban, como si tuvieran arena. Es más, se decía que los fabricantes añadían polvo de ladrillo para poder hacer la tableta del peso adecuado. Aquél no, aunque, eso sí, había que ponerle un poco de harina porque no espesaba ni a tiros, y tenía que espesar porque, ya se sabe que las «ideas claras y el chocolate espeso».
Y al hilo del chocolate, no se pueden olvidar aquellas pastillas de café con leche, diferentes a las demás. Los de la fama nacional eran los toffes de la ‘Viuda de Solano’, unos caramelos de color café con leche envueltos en papel del mismo color. Pero los de Camilo eran más planos, casi negros, envueltos papel color café-café, con letras beige. Y estupendos, que nada tenían que envidiar.
Y la pastelería… qué pastelería.
Duquesitas, una doble rosca de bizcocho de almendra, con yema intermedia y glaseado final para tomar de un bocado, cada una de ellas en un molde de papel rizado color café.
Bizcotelas, bizcocho con yema interior bañado con una cáscara de azúcar y clara que mantenía el bizcocho jugoso.
Merengues de vainilla, café o fresa, una casi semiesfera de merengue de cada sabor, cortado por la mitad con sirope de cada uno de sus sabores y endurecidos por fuera.
Milhojas, cuatro capas de hojaldre que daban base a dos de crema y una de merengue, terminado con azúcar glass.
Era este quizás el pastel más típico, ejecutado con un hojaldre de primera. Recuerdo los lamentos de un vendedor de margarina que se quejaba amargamente de que había vendido su producto a todos los pasteleros de León, pero jamás, ni un gramo, a Camilo de Blas. Claro que él mismo reconocía que la calidad era lo que primaba en sus pasteles.
Algo más sobre este pastel. Cuando llegaron los problemas, lo simplificó con dos capas de hojaldre y tres ‘churros’ entre ellas, dos de crema y uno de merengue. Vano intento, ni se parecía.
Y luego ‘las prensas’ de de azúcar fundido o de clara tostada, dos elipses de hojaldre con un toque de merengue y crema en medio, presentado en forma de libro, con la tapa pegada en un lado y separada en el otro.
Y no se olvide nadie de las tartas: la de milhojas, igual que el pastel pero más exuberante, terminada con crema y adornada con merengue, o la ‘capuchina’, siempre de encargo, capas de bizcocho y yema con virutas de chocolate negro y lateralmente cerrado con granos del mismo chocolate.
Sin olvidar los hojaldres salados, de salmón, de bonito o de salchicha.
En fin que podría seguir y seguir, pero me está entrando un hambre…
Por cierto: Si alguien sigue mi consejo, pasa por Oviedo, y se acerca a Camilo de Blas, pida las bizcotelas, duquesitas y merengues, que aún están en su oferta, y las ‘prensas’ de encargo o los fines de semana.
Lo que nos hemos perdido en León.

Camilo de Blas
09/09/2016
Actualizado a
16/09/2019
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