La historia de la ruralidad se escribe en las cunetas de la historia, nunca en los renglones escritos con gran alarde tipográfico y letras de colores.
‘T’explico’, por ejemplo hoy que murió Pepín el de la tienda, que era mi padrino. Resulta que cuando le escribíamos a los Reyes Magos –mira que éramos necios, que no nos hacían caso un año y a los doce meses volvíamos a afilar el lapicero convencidos de que esta vez sí había sitio en el camello para la ambulancia con sirena, que tampoco es que le pidiéramos una escafandra de astronauta– pues daba igual lo que nos dirigiéramos a Gaspar, que nos cambiáramos a Baltasar, a ver si por el tercio de negros, que a Melchor; que desistiéramos de la ambulancia con sirena por si tenían pilas alcalinas y lo dejáramos en un camión sin motor, que el ruido ya lo hacíamos nosotros con la boca; el caso es que en casa de Pepín, que era donde más esperanzas ponía yo porque como él tenía tienda ya les diría a los Reyes lo que quería, pues siempre me dejaban lo mismo: unos calcetines de lana; unos calzoncillos marianos (de Rajoy no, no sé qué Mariano sería, igual el Mambís) y una camiseta de felpa, que siempre me decía cuando la abría y ponía cara de pena: «Ya verás lo que abriga».
Es lo que había. Y la abuela feliz me convencía de que «vete a ver qué leyeron los Reyes, igual no saben español y camión creyeron que era camiseta. Está bien así».
El bueno de Pepín soportaba las iras infantiles con alguna broma, contaba aquello de dos pobres del pueblo que se casaron y les regalaron un litro de leche para que la hirvieran a la chapa de la cocina, la dejaron hervir y cuando subía para ‘arramarse’ de tanto calor la feliz esposa decía: «Mira, mira, qué suerte, dios la aumenta».
La aumentó tanto que no quedó nada, ni unos marianos.
Con el tiempo, cuando le bromeé al anciano Pepín de que los Reyes no traían en su casa más que calzoncillos, sonrió: «Anda bribón, a ver si te crees que no sabía yo que el camión te lo daba a escondidas mi padre».
No le faltaba razón.