19/07/2023
 Actualizado a 19/07/2023
Guardar
Me he cazado torciendo el gesto cuando descubrí que en una fotografía en la que debía yo desprender cierto glamour mi cuello se veía arrugado. Sí, como una peonza, con finos surcos como anillas, marcados a lo largo de toda la zona. Partiendo de la equivocadísima premisa de que las arrugas son algo antagónico a la seducción, primero retoqué la foto con un programa bastante cutre que deja un borrón sobre el área enmendada. Si no se amplía la foto desde luego da el pego, pero cual fue mi sorpresa cuando me cacé en una suerte de ansia predatoria explorando en qué otras parcelas de mi rostro había arrugas para erradicar. Así es como funciona, pensé, primero nos enconamos con los signos de la gravedad y poco a poco vamos entrando en la histérica cruzada de alisar todo menos los ojos, que de seguir insistiendo quedarán suspendidos como dos canicas en un abismo atemporal.

Lo que no solemos pensar es que con esa podadora de tiempo que significan los filtros, los rellenos y los carísimos pinchazos, lo que estamos arrasando son los signos de nuestra vida. Ha llegado un punto en que sorprende ver un rostro de nariz aguileña o de labios finos, reminiscencias de un pasado remoto y prácticamente relegado a las representaciones renacentistas o medievales.

He aquí que las arrugas en mi cuello responden a muchas horas de lectura y escritura, de inclinar la cabeza sobre un libro o un papel en blanco. Las patas de gallo son restos de risas y la promesa de muchas más si el destino me lo permite. Definitivamente forman parte de mí y me las he currado.

En todo caso, hace falta más poesía y un sentido más grande del propósito vital para poder disfrutar de esa sensualidad que late en las huellas del tiempo o en los cientos de historias que pueblan la caída de unos ojos antaño pasmados (así como solemos nacer todos).

La poesía no sólo se escribe, sino que se trata de una manera de vivir, de una forma de contemplar sin avaricia, de habitar los detalles y abrazar esa finitud que todos compartimos.

Si algo he aprendido en mis años de vida es que el deseo cuando es genuino, profundamente lúcido de puro demente, no responde a un físico concreto o a una estética estándar. Lo artificial atrae artificio, es la naturaleza de la energía.

Una persona que supuestamente se ha sentido atraída por otra, debido a que parece veinte años más joven (o que directamente parece alguien distinto) no siente atracción por la persona real en absoluto. Un trabajo en el que la premisa es ser o parecer una veinteañera cuando tu edad es de cuarenta, es un sitio que ni te valora ni quiere talento senior. Conviene separar el parecer del ser, al igual que la dicotomía tener-ser, magistralmente estudiada por Fromm.

En definitiva, por todo esto y por lo que se podría escribir sobre cumplir años con dignidad y otorgándose los cuidados que el cuerpo y el espíritu merecen, tengan la amabilidad consigo mismos de no borrarse, de no borrar.
Lo más leído