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El caballero y la suerte

22/12/2025
 Actualizado a 22/12/2025
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En días como hoy, el rezo de la lotería llenaba todas las estancias de la casa. Como era una casa de campo (y, aunque venida a menos, aún lo es) las ventanas se mantenían ligeramente abiertas durante una parte de la mañana, para secar la humedad de la noche, y ello a pesar del frío propio de esta época del año. El viento, alguna vez mezclado con una nieve primordial y misteriosa como la materia de los sueños, se colaba imitando la figura de un animal esquivo, arrastrando a su paso la canción monótona de los niños de San Ildefonso, esa letanía del azar que rebotaba por las estancias en busca de un lugar confortable para hacer el nido definitivo, donde, si todo iba bien por una vez, eclosionaría el huevo de la suerte.

 Nunca sucedió. La suerte siempre fue esquiva, y, para compensar, casi todo el vecindario, prácticamente sin excepción, apelaba de inmediato a la importancia de mantener la salud y olvidarse del dinero: esa era la mayor suerte de todas. Y más ahora, que sabíamos que nuestro número no había sido pronunciado en el sorteo, en el gran rezo radiofónico, ni siquiera para adjudicarle un premio humilde, ese que servía para creer que, aunque de soslayo, la diosa Fortuna quizás se había fijado en nosotros por un instante. 

Eran años de pobreza y frío en los huesos: el frío moderno, supongo que estarán de acuerdo conmigo, es ya otra cosa. El solsticio de invierno pasaba desapercibido, su simbolismo, su poderosa carga mítica, algo que ahora ha ganado muchos adeptos, no llegaba al ámbito doméstico, donde sólo contaba la esperanza un tanto vulgar de que nuestros escasos números (participaciones pequeñas, en aquel entonces: la de la frutería, la del pan, la del bar del pueblo…) formaran parte de ese cántico casi legendario, también un poco religioso, pues no faltaban los que frotaban las papeletas del sorteo con estampas de santos, mayormente San Pancracio. También se usaban ritos paganos, porque la suerte ha sido convocada siempre de muchas formas, de todas las formas posibles, utilizando el contacto con calvas o jorobas, si las había a mano, o pasando el número por el lomo de un gato negro, que también es de buena fortuna, a pesar de la mala prensa.

Teníamos cierto conocimiento de la dificultad de alcanzar un premio en la Lotería de Navidad, por pequeño que fuese, pero como veníamos de la nada, y en la nada estábamos, agarrarse a la suerte era por entonces lo más habitual. Los descreídos pregonaban la estupidez de soñar con una riqueza súbita, algo que por entonces se veía poco, o nada, y el que ganaba se callaba (como ahora, supongo), pero no hacíamos caso de los escépticos, que siempre han existido, y yo diría más en nuestra tierra, o será que me lo parece. En esto, sin embargo, los descreídos llevaban bastante razón. La lotería no era una esperanza, o lo era sólo remotamente. Sin embargo, por entonces aún creíamos algo en la suerte, tal vez porque casi nunca la habíamos tenido, este país tampoco, la verdad, así que alguna vez, aunque sólo fuera por estadística, tendría que pasar a nuestro lado y quedarse. 

Recuerdo con emoción todo aquel derroche de inocencia. Éramos niños, y, para un niño, todo es posible. El rezo de la lotería fue siempre una especie de canción de cuna extraña que inundaba la casa y que, al llegar el mediodía, desaparecía como desaparecen los duendes cuando los miran. La suerte tiene algo hermoso, y es su naturaleza caprichosa, pero también su aire fantasmagórico. Está en alguna parte, pero pocas veces se manifiesta. No se sabe bien de qué está compuesta, pero es probable que su mayor componente sea el deseo. El deseo es la verdadera fuerza de la humanidad. No tanto para hacernos ricos, pero sí para creer que alguna vez podríamos serlo. Como les pasaba a los clásicos con la música de las esferas, si el cántico de la lotería no existiera quizás sentiríamos una angustia infinita.

Hoy esa letanía casi ancestral (en realidad no es tan antigua: parece que se inició en 1771, o eso me dicen los siete sabios de internet) se colará de nuevo por los pasillos mejor iluminados y más cálidos de las casas modernas, y brotará de las pantallas de los centros comerciales, donde nos afanamos con las últimas compras, cumpliendo con la aceleración del presente y con los ritos contemporáneos del mercado. Nadie ve ya la lotería como la salvación de un tiempo de oscuridad, sino como una rara posibilidad festiva que inexorablemente terminará en los informativos con una entrevista en un barrio humilde, donde siempre hay un bar con gente en ropa de faena, descorchando cava con pasión. Cuando el periodista les pregunte, enseñarán el número mágico a la cámara, como quien confirma que la suerte de verdad existe, y a veces puede tocarse con los dedos. La lotera o el lotero ejercerán de grandes sacerdotes de la diosa Fortuna, pedirán que esté todo muy repartido, que el bien llegue a todos, asegurarán que no conocen a los ganadores más sonados, que tal vez estén ya en la otra parte del globo pisando una realidad que jamás sospecharon y que a veces trastorna la vieja sencillez de los días, cuando todo era escaso. 

Cuando la música de la lotería se apagaba y la suerte una vez más había sido esquiva, todos salíamos a la calle, a disfrutar del primer día de las vacaciones invernales. Ese era el verdadero premio, ajenos como estábamos (salvo alguna cosa) a las estrecheces de nuestros progenitores y a la decepción que, casi inevitablemente, les invadía cada año el 22 de diciembre. El cántico era un rito, como lo es hoy, una extraña invocación laica a la casualidad, a la suerte (y a la necesidad), como decía Demócrito. La letanía navideña nos enseñó que el mundo es una maraña de números que construye las paredes de la existencia y el deseo tal vez sea un elixir o una sustancia con la que queremos atraer la buena suerte, como un perfume en el enamoramiento. Nunca ganamos nada, salvo esas terminaciones que parecen un consuelo, una manera de decirnos que hay que seguir en el empeño. Pero yo siempre he creído en la suerte, en el raro vuelo del azar. 

Algunos días de la lotería había nevado copiosamente (la nieve también cubre ahora parte de esta provincia en el viaje del invierno). El mundo nos parecía distinto, con todos los males borrados y el paisaje listo para volver a empezar. Nunca he creído que, en general, las cosas sucedan por algo, como se dice a menudo, sino que creo más bien que pasan por nada, porque sí, o porque no, qué importa. Nos lanzamos al azar, porque lo cierto es que el destino no existe, y porque los dioses, sobre todo la diosa Fortuna, que es la que lleva este negociado, son caprichosos con las cosas humanas: a fin de cuentas, siempre hemos sido el juguete favorito de la suerte.

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