01/10/2023
 Actualizado a 01/10/2023
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El reciente y polémico documental entre Jordi Évole y Yosu Ternera me hace rememorar. Después de almorzar me puse a sestear un rato antes de ir al hospital a ver por última vez a la pobre tía Juli aquella tarde calurosa en septiembre de 1992. Su cuerpo, ya un conmovedor amasijo de sarmientos forrados de piel, estaba presto a cumplir su última verdad inocente y limpia como una campana matutina.

Apenas me tumbé sobre la cama, oí una explosión cercana, seca y extraña. Convulsas nuestras vidas entre ruidos y quebrantos, resulta imposible no verse alterado en algún momento de la existencia por explosiones, incluidas, claro está, las de júbilo. De mi etapa infantil, no puedo olvidar el sobresalto miedoso de los cohetes feriales. Pero lo más terrible eran los truenos y relámpagos de las tormentas, torturantes como un dolor de muelas y angustiosos como una taquicardia. Cuando la adolescencia me liberó de aquellos sustos infantiles y me llenó de entereza, vinieron otras explosiones menos festivas o naturales: minas, granadas, bombas, obuses, morteros y cañonazos cuando el servicio militar obligatorio.

La deflagración que me sacudió los oídos aquel bochornoso día, mientras trataba de  dormir unos minutos, no era igual a las ya conocidas. Quedó grabada en mi memoria como un grito incomprendido. No llegué a detectar su causa, pero sí tuve la sensación de que traía consigo alguna desgracia. ¿Acaso una explosión de gas? Es lo primero que me vino a la mente. Por suerte, hasta ese momento nunca las había vivido. 

Deberían ser las cuatro de la tarde cuando, inquieto y vencido por la curiosidad, me levante, abrí la ventana, y un tufo ardiente, como una insidia, me espetó en la cara. El Paseo de la Estación estaba casi desierto. Los pocos transeúntes corrían hacia una urbanización apenas a doscientos metros de mi terraza. En las casas de enfrente se veía asomados a las ventanas a algunos vecinos supuestamente impulsados por la misma curiosidad. Hacia el lugar donde se dirigían los viandantes y las miradas salía una leve columna de humo. Un olor a chamusquina comenzaba a inundar el aire vespertino.

Comencé nervioso a desplazar el dial de la radio sin ninguna interrupción informativa. Las emisoras locales estaban a sus músicas, ajenas a cualquier noticia relevante. Volví a asomarme a la ventana. Un par de ambulancias y un coche de bomberos se pararon en el lugar donde salía la columna de humo. En seguida, de un furgón todavía en marcha, salió un grupo de gente uniformada que comenzó presurosa a vallar la zona. Justo en el momento en que la emisora local a mis oídos truncaba una cumbia caribeña. La noticia fue escueta, como un veredicto, se había producido una fuerte explosión en el Paseo de la Estación. Al principio, ninguna concreción. Pero a los pocos minutos, merced tal vez a algún reportero desplazado al lugar del siniestro, el suceso se fue decantando en sus alcances y pormenores. Se trataba de un posible atentado con todas las siniestras trazas de la organización terrorista de costumbre.

Un militar llamado Antonio Heredero Gil, de 55 años de edad, quiso esa tarde gozar de una tarde fresca. No lo consiguió. Estaba saliendo del garaje en su automóvil, solo, sin la compañía de sus hijos ni de su mujer, cuando, en la rampa de salida, próximo ya a alcanzar el Paseo, el vehículo y su cuerpo quedaron completamente destrozados. Le habían colocado en los bajos del automóvil una de las llamadas bombas lapa. Una víctima más en la cuenta asesina de eficaces artificieros de maldad infinita. Tía Juli falleció al día siguiente.

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