18/05/2025
 Actualizado a 18/05/2025
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¿Qué época del año es la mejor para ir a comer a una bodega? Me lo pregunto porque con sus naturales doce grados en primavera, y probables pocos más en verano, que estables lo serán mucho pero agradables solo para topos y plantígrados, apetece lo justito sea cual sea el mes, por muy nuestros que sean estos sitios.

Los exitosos restaurantes que explotan el exotismo de las bodegas dando carne y vino a los foráneos, en toda la horquilla que va de La Cueva del Cura hasta El Capricho, están calefactados perfectamente para recibir al salivoso comensal. Pero las bodegas particulares, que es de las que hablamos aquí y ahora, es rarísimo que lo estén. Demasiado es que vayas y no se haya hundido la tuya también, si miras poco por ella. Por bien estudiada que esté la bóveda, cuando no hay mantenimiento adecuado y la ventilación no es mejor que la de un piso de estudiantes se puede venir abajo fácil.

No sé en qué condiciones estará la de mi tío en Valdevimbre, que fue la primera que conocí yendo a comer de niño con la familia en jornada de orto a ocaso. Y desconozco también el estado de aquella que mis vecinos tenían en Trobajo, a la que me invitaban a merendar en verano después de la piscina. El suplicio de aguantar la respiración para comer repulsivos huevos fritos se me curaba lanzando canastas en ese espacio público ganado para el interés particular que tenían delante. Aunque para desgracia la del buscavidas que en una juerga de bodega mal iluminada (todo un pleonasmo) se cayó a un pozo interior golpeándose con el perímetro enladrillado de tal y brutal manera que le quedaron extirpados los sentidos del olfato y el gusto y una marca vertical le decora la cara en forma de cicatriz de medio palmo desde entonces. Y seguro que el mercurio ni se inmutó. 

De lo que puedo dar fe es de que celebrar en mayo los 5566 años (Bolaño se la hubiese gozado) de chiquito tándem en una bodega equipada con chimenea, lámparas ornamentales y unas galerías como plazas de toros con su burladero quedará para el recuerdo como la extraordinaria ocasión en que la música de Four Tet hizo retumbar el terrazo mientras el agua de la lluvia lo mojaba colándose tiro abajo. A temperatura estable, claro. 

 

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