21/03/2024
 Actualizado a 21/03/2024
Guardar

La blasfemia la suelen cometer los iracundos de mecha corta («ira furor brevis est»), los eternamente cabreados, los que no tienen ninguna esperanza o, también, los que la utilizan como muletilla constante en una conversación diaria. Los italianos y los españoles somos los más blasfemos del ancho mundo, con una diferencia abismal a cualquier otro pueblo del norte, del sur, del este o del oeste. Mussolini la usaba siempre y era el campeón de los iracundos. Qué se sepa, el General no era mucho de jurar porque «la mano incorrupta de Santa Teresa», que guardaba en su mesilla de noche, le iluminaba, aunque nunca se sabe...

En las riberas de León, habitadas por gente tumultuosa, echada palante, soberbia, orgullosa, rica (en comparación con otras zonas de la provincia), y muy amiga de fiestas y boatos, un ‘mea pilas’ se volvería loco de pena al entrar en cualquier cantina, en cualquier bar. En mi pueblo, por ejemplo, en el bar de Tino, jugaban la partida juntos don Lázaro y ‘el Chato’, muy amigo de invocar a Dios a poco que una jugada le saliese torcida. Don Lázaro, el cura del lugar, no le daba ninguna importancia a esa realidad, porque sabía que a ‘el Chato’, se le iba la fuerza por la boca, amén de que era un cacho de pan con mantequilla y miel por encima y que si le pedías la vida te la daba sin dudar. En Gradefes había dos hermanos, Samuel y Aurelio, alias el ‘pisa rosas’, cura y autor de un libro imprescindible sobre el Monasterio de la localidad, infinitamente mejor que el que escribió, años después, Concha Casado. En contraposición, Samuel gastaba una mala hostia descomunal, igual que Mussolini, y de él se cuentan hazañas como cuando cortó un peral de su huerta porque le había caído una pera en la cabeza. O como cuando agarró la horca y amenazó a Dios con pincharle la barriga por un quítame allá esas pajas. No fue el único, porque Barte, el de mi pueblo, hizo lo mismo un día en que una nube mojó toda la hierba que tenía segada. O como cuando a Zacarías, el de Villimer, entornó un carro cargado de fréjoles en una presa y bajó a toda la corte celestial; y su mujer, ¡pobrina!, le dijo que a lo mejor había que recogerlos: él le respondió aquello de «quién lo tiró que lo levante»: gente ruda, trabajadora, muy ‘asturiana’ en el concepto máximo de la palabra: al fin y al cabo, todos somos hijos de los Astures...

Blasfemar como coletilla está arraigado en todos estos pueblos, está incluido en el ADN de la gente, como el RH negativo de la sangre; somos, queramos o no, gente más particular que los vascos, que presumen de estas cosas cuando a nosotros nos causa cierto sonrojo. Julio Caro Baroja quedó asombrado al darse cuenta, por ejemplo, que lo del matriarcado vasco era un chiste en comparación con el leonés, por ejemplo: uno quedó anonadado al leerlo, la verdad, porque siempre pensé que las doñas mandaban en cada casa, pero, ¡hasta ese punto!

Hablando de los Baroja...; uno fue siempre muy de don Pío, el mejor novelista español del siglo XX, siempre claro, bajo mi punto de vista. Me identifico plenamente con él y con todo lo que escribió. Era, don Pío, un ácrata de manual, seguramente un blasfemo de los de coletilla. Médico en Cestona, panadero en la calle, ‘Capellanes’, hoy ‘Maestro Victoria’ (cerca de la Puerta del Sol), de Madrid, exiliado de la guerra, desengañado de los republicanos y de los fascistas, escritor de prosa realista, amigo del primer Azorín, enemistado con Unamuno, harto, en fin, de todo y de todos; o sea, un misántropo de manual.

En cambio, su sobrino, Julio Caro Baroja, ejercía de ‘rata de biblioteca’ con todo lo que ello conlleva. Sí su tío escribía un libro en uno o dos meses, él tardaba un año, dos años, tres años... Pero era bueno con cojones, imprescindible para comprender lo que es la España actual a partir de los usos y costumbres de nuestros ancestros.

Todo esto viene a cuento de un libro que acaba de escribir uno de los blasfemadores de coletilla de mi pueblo, otro cacho de pan... Este paisano (y su compañera, porque sin ella sería perdiz muerta), es cagado a don Julio y un servidor estaría encantado de parecerse a don Pío. Pues resulta que han hecho un libro sobre Vegas (trasladable a cualquier otro pueblo de la provincia), donde nos cuentan que cosas sucedieron antes para que hoy seamos como somos. El día que se publique (espero que mucho más pronto que tarde), si tenéis un mínimo de curiosidad, debéis de comprarlo de todas todas. Sólo por el ímprobo trabajo que han hecho merece la pena; pero hay mucho más: se trata de entender que sucedió en la España de los años de hierro, cuándo hasta en los pueblos más fértiles se pasaban putas. Se trata de conocer sus palabras y sus costumbres, su forma de ser y de vivir. Es, os, lo aseguro, como “El habla de Villacidayo” pero mucho más amplio y actualizado. Os lo recomiendo de una manera entusiasta: no os vais a arrepentir de ninguna de las maneras. Ya os seguiré contando. Salud y anarquía.

Lo más leído