Hoy mi invitada de honor a este espacio donde nos hacemos los encontradizos en el ecuador exacto de la semana es la geopolítica. Pero no se asusten, no hace falta que vayan corriendo a ver si tienen el pasaporte caducado o no para saber si pueden acompañarme en este viaje impulsado no por queroseno, sino por palabras. No vamos a ir hasta Brasil para entender por qué el candidato ultraconservador Jair Bolsonaro ha marcado un gol por la escuadra en las elecciones brasileñas. Tampoco viajaremos a Arabia Saudí para comprobar la inteligencia o no de los encargados de tirar las bombas inteligentes ‘made in Spain’ y cómo algunos se engullen sus propios principios éticos y morales y deciden hacer un descarado cambio de cromos entre bombas y corbetas. A uno qué se yo en Cádiz se le puso cara de Groucho cuando no tuvo más remedio que decir entre dientes: «Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros». No es mi intención llevarles hasta Europa, entendido como continente, no como unión de países amigos, porque ese sueño europeo ha quedado en eso, en una ilusión azul con un círculo estrellado que tiene menos valor que el rosco de Pasapalabra. Así que tranquilos que no vamos a aterrizar en Bélgica, defensora de las libertades, eso sí sólo de algunos; ni en Suiza, destino obligado para todos los antisistema con flequillo cortado con hacha por ser una nación lo más antagónica posible al capitalismo.
No nos va a hacer falta pasaporte ni incluso DNI, ya que de la geopolítica de la que hoy quiero hablar es de la que está nada más salir de la puerta de nuestra casa. Efectivamente, me refiero a la geopolítica de las comunidades de vecinos. Estas son como la familia de sangre y también política, no las escoges pero no te queda más remedio que convivir con ellas. Tú eliges, si no es que te eligen a ti, a tu mujer o a tu marido como haces con la casa de tus sueños, que en ocasiones se convierte en la de tus pesadillas. Pero todo lo que rodea a tu elección viene de regalo. Y en más ocasiones de las deseadas, con sorpresas suficientes para hacer una película gore.
Y es que tendrán que reconocerme que en la mayoría de avisperos de ladrillo, acero y cristal en los que vivimos nos topamos con unas escenas y situaciones que difieren muy poco de la geopolítica mundial de la que podría hablar el coronel leonés Pedro Baños en Cuarto Milenio. Todo comienza en las reuniones de vecinos, que no sé si se parecen más a los plenos actuales del Parlamento catalán o a un aquelarre, que a fin de cuentas es lo mismo. En dichas reuniones ya se puede ver quién es la reencarnación de Donal Trump, Kim Jong-un o Maduro, entre otros. Quizás por esa razón, un servidor tenga el honor o desprestigio, quién lo sabe, de haber acudido una única vez a estas convenciones donde se puede constatar que efectivamente los seres humanos somos animales.
El primer problema de convivencia llega cuando algunos se empeñan en no diferenciar lo que son zonas comunes de las estrictamente privadas. Y mira que a priori no es difícil, pero quizás es que exigimos unos mínimos de intelecto que algunos de nuestros vecinos no llegan a alcanzar. Y esta es la razón por la que cuando un valiente sale o entra de su casa tiene en el descansillo de su piso esas maravillosas bolsas de basura que te miran sonriendo mientras telepáticamente te recuerdan que la vida en comunidad a veces es una mierda. Hay varias teorías que han filosofado sobre este hecho. Puede ser que el dueño que comparte su basura con sus vecinos tenga tantos desperdicios en su casa que es que no le entran más. Quizás es para que no se le olvide bajarla al contenedor. Si es éste el caso sugiero al susodicho que ponga esa misma bolsa pegada en la puerta de salida de su casa pero en el interior y así ya verá cómo tampoco se le olvida. O también puede ser que sea un vecino tan colaborativo que quiere hacer un Airbnb de la basura y el resto de mortales no lo sepamos. Sea por un motivo u otro, lo que está meridianamente claro es que es un espabilado, que utiliza los espacios que comparte con otros para su uso particular e interesado. Y esta invasión territorial no sólo se queda en bolsas de basura de diferentes colores, sino que luego vienen las bicicletas de los niños, los monopatines, etc.
¿Y qué decir del Gran Hermano para invidentes en el que algunos tienen que participar lo quieran o no? Una cosa es que guardes las normas de educación básicas cuando te topas con tus vecinos en las escaleras o el ascensor y otra es que en contra de tu voluntad, sepas la vida de aquellos que tienes al otro lado de tus paredes. Antes de nada, hay que dar las gracias eternas a los patrocinadores de dicho Gran Hermano, que no son otros que el arquitecto y constructor de las cuatro láminas de papel y el techo que algunos llamamos casa. Dicho esto, me reconocerán que pocas sinfonías son tan bellas como los gritos de pequeños y mayores, que taladran nuestros tímpanos y que provienen más allá del muro, que como ocurre en Juego de Tronos, separa a los seres humanos de los salvajes. Aunque tú no lo quieras sabes por qué discuten, a qué hora entran a trabajar, lo mal que se le dan al niño las matemáticas, lo que opinan de sus familias políticas e incluso lo que les gusta ver en la televisión. Vamos, que eres como uno más de la familia.
Estos dos casos son meros ejemplos de la gran suerte que tenemos los que vivimos en comuna, pero hay otros como el cerramiento de las terrazas, la utilización de las plazas de garaje como si fuera un trastero sin paredes o el vecino que me gusta llamar ‘Todo Incluido’, que no es otro que el que cobija en su hogar a uno o varios canes, pero esto en sí ya daría para otra columna.
Menos mal que siempre nos quedará el consuelo de pisotear al entrar a nuestra casa esa frase de origen sueco que nos dice ‘Bienvenido a la república independiente de tu casa’.

Bienvenido a la república independiente de tu casa
11/10/2018
Actualizado a
12/09/2019
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