Si el otro día comentaba la desconexión costumbrista entre las diferentes regiones que conforman la matrioska del Kremlin autonómico nacional, el destino me ha brindado la oportunidad de brindar -valga la redundancia- con vino del Bierzo a propósito de la Negrilla de Oro.
Se adentra el calendario culinario en el que vamos a comer más que Alberto Chicote en su cata forzada en Pesadilla en la Cocina antes de ponerse manos a la obra. Tenemos hambre, y la tenemos porque sabemos comer. Ya les digo que sé de lo que hablo, que vivo en un sitio en el que los ingleses cuando vienen prefieren comer sushi a nuestros manjares.
Ahora que estamos todos ya preparando el menú de Nochebuena (cuando nos metan la comida de Acción de Gracias habrá que hacer la lista ya en agosto), el paladar culinario es un reflejo más de la polaridad territorial que comenté la pasada semana.
En Castilla y León cada provincia barre para su lado de forma egoísta con una profunda vanidad sin reconocer las delicias de las despensas ajenas. A excepción de la mundialmente conocida morcilla de Burgos, casi nadie mira la cesta de los otros basándose en una autosuficiencia de lo propio. Me acuerdo cuando fui a una feria en un pueblo de Segovia y me encontré con un puesto de garbanzos segovianos; no dudo de las sabrosas legumbres regadas con el agua del acueducto, pero creo que haríamos más comunidad si hiciéramos un ejercicio de generosidad.
Me recuerda a cuando en Alicante y en Valencia se pelean por las diferencias entre el arroz y la paella valenciana, esos piques alimenticios que cierran el estómago a todos los que tienen hambre de que haya cierta cohesión regional.
En la misma semana que se premia a nuestro vino de denominación, los bilbaínos hacen gala de una de sus grandes pasiones: la gastronomía leonesa. El pasado fin de semana tuvo lugar una feria de nuestros productos; algo que no es novedad teniendo en cuenta que no hay un Erosk sin una sección de productos leoneses. Intenten encontrar morcilla de León en Valladolid…