Las noticias sobre la corrupción instaurada alrededor de Pedro Sánchez han alcanzado esta última semana proporciones insostenibles, hasta el punto de que el propio presidente ha pasado de atribuirlas íntegramente a un grupo de jueces fachas y a marginales medios de comunicación afines a la extrema derecha, a pedir públicamente perdón.
Pero al mismo tiempo que se disculpa públicamente por una trama de corrupción de 11 años de duración, el presidente del Gobierno avanza en su afán por barrer lo poco que queda en nuestro país de Estado de Derecho.
Las reformas del acceso a las carreras judicial y fiscal, del Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal incluyen rebajar la exigencia de conocimiento para el acceso a las carreras de juez y fiscal, facilitar la entrada en las mismas por el llamado cuarto turno (sin oposición), crear un centro de preparación de opositores directamente dependiente del Gobierno, y convertir en jueces y fiscales a más de 1.300 sustitutos sin previo paso por la oposición. Pero también aumentan las competencias del Fiscal General del Estado, y eliminan algunas de las pocas garantías de autonomía que les quedan a los fiscales. Estos fiscales, que pasarían a estar directamente subordinados al ejecutivo, serán los encargados de la investigación de las causas criminales, cuya instrucción dejaría de estar en manos de los jueces. Y por si aún algo escapara del control gubernamental, se pretende que la propia UCO pase a depender de la Fiscalía. Casos como el de la mujer del presidente, su hermano, su Fiscal General y sus dos Secretarios de Organización, difícilmente saldrían a la luz pública ni podrían ser enjuiciados en un sistema como el que pretende instaurarse mediante este cúmulo de reformas.
Por esta razón tuvo lugar el miércoles pasado un paro simbólico de jueces y fiscales convocado por las cinco asociaciones que representan a la inmensa mayoría de los mismos, que exigieron la inmediata retirada de las reformas y amenazaron con una posible huelga. Asistimos a una batalla decisiva por la defensa del Estado de Derecho, o lo que es lo mismo, del sometimiento de los poderes públicos al imperio de la Ley. Ya no cabe la opción de no tomar partido.