Aprendimos, cuando estudiábamos bachillerato, lo que era un baldaquino: un pabellón que cubre el altar. Siendo un poco más precisos, diríamos que es una estructura arquitectónica formada por cuatro columnas que sostienen una cúpula o un dosel plano, con la que, en efecto, se cubre un altar u otro lugar sagrado. El más famoso, probablemente el más hermoso también, es el construido por Bernini en la Basílica de San Pedro en Roma. Lo hemos visto y revisto en fechas recientes a causa de los ritos funerarios dedicados al Papa muerto.
Pensaba yo en la belleza barroca de ese ciborio, como se le conoce de otro modo, mientras paseaba por la ciudad donde vivo. No encontré baldaquinos, tampoco los buscaba, pero topé con esas construcciones que parecen haberse puesto de moda en los trazados urbanos, expresiones por lo general de bastante mal gusto. Una pérgola bioclimática, por ejemplo, a la que se bautizará como “Intercambiador Reyes Leoneses”, que dicen que será un hito de la sostenibilidad, la tecnología y la funcionalidad. No digo que no. Y me topé así mismo con una estructura metálica aberrante, una especie de larguísima marquesina o una pasarela cubierta, según glosan los medios, que une las estaciones de autobuses y de ferrocarril. No tiene nombre todavía, pero la definen como una conexión intermodal. Tampoco digo que no.
La ciudad donde vivo y otras por las que paseo frecuentemente no necesitan baldaquinos para ser reconocidas. Todas tienen elementos, construcciones y enclaves más que dignos desde un punto de vista estético e histórico, edificios muy apreciables y jardines luminosos. Son modestas frente a la capital italiana, pero no desmerecen ni a los ojos ni al ensueño. Ahora bien, en casi todas acaba uno chocando con desdichadas muestras de aparente modernidad urbana, que no son otra cosa más que demostraciones de una ausencia lamentable de estilo. No es que los arquitectos de hoy tengan que apellidarse Bernini, bastaría con un poco de elegancia y algo más de juicio.