A las frases de Azaña a las que me he referido en artículos precedentes («España ha dejado de ser católica» y «triturar el ejército») hay que sumar una tercera y última, sin duda la más bella de todas salidas de su boca y de su pluma: «paz, piedad y perdón». Manuel Azaña tenía un espíritu reformador, lo hemos visto en relación a la Iglesia y al Ejército. Pero fracasado en su propósito, fue víctima de la incomprensión de izquierdas, derechas y de la suya propia. Se empeñó en ser el Robespierre de la República, cuando se percató de su error, era ya demasiado tarde.
«La sociedad española busca, hace más de cien años, un asentamiento firme. No lo encuentra... Durante años, ingentes realidades españolas estaban como sofocadas o retenidas... La República, al romper una ficción, las ha sacado a la luz. No ha podido ni dominarlas ni atraerlas, y desde el comienzo la han atenazado. Quisiéralo o no, la República había de ser una solución de término medio... No podía fundarse en ningún extremismo. Evidente. Lo malo es que el acuerdo sobre el punto medio no se logra... Entre los valedores de la República debía establecerse un convenio, una pacto como aquél que se atribuía a los valedores de la Restauración... Tenía que esquivar la anarquíay la dictadura que crecen sin cultivo en España... Pienso en la zona templada del espíritu, donde no se aclimatan la mística ni el fanatismo políticos, de donde está excluida toda aspiración a lo absoluto. En esta zona, donde la razón y la experiencia incuban la sabiduría, había yo asentado para mí la República. La República no tenía por qué embargar la totalidaddel alma de cada español, ni siquiera la mayor parte de ella, para los fines de la vida nacional y del Estado. Al contrario, había que desenganchar muchas partes de la vida intelectual y moral, indebidamente embargadas, y oponerse a otros embargos de igual índole, pedidos con ahínco por los banderizos».
Pertenece este texto a Azaña, inscrito en uno de los libros más apasionantes inspirado por la guerra civil española: ‘La velada en Benicarló’. Lo redactó en su palacio de Pedralbes, mientras en las calles de Barcelona se tiroteaban los hombres del Gobierno y los revolucionarios en la pequeña, pero decisiva guerra civil interna que se libró en mayo de 1937. Pensando en los que morían en la guerra civil grande, Azaña, como presidente de la República, pronunció el 18 de julio de 1938 las más hermosas palabras de paz de aquellos tres años en recuerdo de «...esos hombres... luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón».
Pero, como ha reflejado en su libro José María García Escudero (‘Los españoles de la conciliación’), el Azaña que decía estas palabras y hacía aquellas reflexiones era el Azaña, derrotado, que en el infortunio había encontrado la lucidez plena; cuando era demasiado tarde para que pudiese enderezar la historia que, seguramente pensando que hacía todo lo contrario, había contribuido decisivamente a torcer con su actuación durante los dos primeros años de la República. Es el Azaña de esta tercera y última frase. Un Azaña angustiado a punto de expatriarse dejando en el tajo profundo a dos mitades irreconciliables, secularmente enfrentadas en una guerra civil interminable, como obedeciendo a esa España por donde cruzaerrante la sombra de Caín.

Azaña en sus frases (y III)
15/11/2020
Actualizado a
15/11/2020
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