Hubo un tiempo no tan lejano en que todas las capitales querían una estación del AVE y un aeropuerto. La reivindicación iba tan unida que podía parecer que esos trenes veloces necesitaran pista de aterrizaje. Ambas infraestructuras se convirtieron en el símbolo palpable del progreso de un territorio y de sus posibilidades de futuro. Cada alcalde ansiaba inaugurar esa estación y aquella terminal que presuntamente lo conectaba con el mundo y lo desenchufaba del siglo XX. Ocurría algo parecido con los frontones y piscinas en los pequeños pueblos.
Esa ambición aérea y ferroviaria urbana se desarrolló de forma desigual. Florecieron los aeropuertos sin vuelos o con vuelos subvencionados aunque que los vecinos pudieran volar en verano a Mallorca generara agujeros negros en los presupuestos. Se empezaron a suceder las crisis y aquello de los aeropuertos a domicilio se demostró una comodidad de ricos, por encima de las posibilidades de ciudades medianas y a un par de horas de aeropuertos grandes. Y eso que no existía la movilidad sostenible que amenaza los vuelos domésticos.
Visto el desaguisado la exigencia cambió y desde entonces todo alcalde pide estación del AVE y un enorme Palacio de Congresos. Se levantaron auditorios a la espera de los trenes, porque los AVE no eran posibles por capricho municipal y debían esperar turno en el Ministerio. El AVE tejía su telaraña por España huyendo del frío, le ha costado llegar al noroeste. La inauguración del AVE Madrid-Oviedo, desastre del Túnel del Pajares mediante, empieza a conectar la franja cantábrica a esos únicos trenes que merecen la pena y se llevan las inversiones. El olvido interesado de la mitad noroeste lo advirtió la UE a inicios de año marcando como prioritaria la conexión Lisboa - Madrid que atravesará Salamanca. Y el Corredor Atlántico. Prioridades para 2050 en un país roto por las urgencias de investidura. El AVE vertebra cojo esta España invertebrada a golpe de facturas parlamentarias.