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Aquellos encuentros (II): con Eduardo Mendoza

12/08/2024
 Actualizado a 12/08/2024
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Siempre he admirado profundamente a Eduardo Mendoza. Durante décadas, el escritor ha estado presente no sólo en las librerías, sino en los libros de texto. Mendoza es uno de esos iconos de nuestras letras. Un señor elegante, y, desde luego, un escritor extraordinario. Con Eduardo Mendoza había hablado ampliamente en 2010, para entrevistarlo con motivo del Premio Planeta, que acababa de ganar entonces con su novela ‘Riña de gatos’. Pero no había tenido ocasión de cruzar de nuevo unas palabras con él. Y lo cierto es que no faltaron motivos. Mendoza siguió publicando con éxito, como suele, nos entregó a su personaje entrañable y a menudo perplejo ante las cosas del mundo, pero resistente, Rufo Batalla, y, sobre todo, conviene no olvidarlo, fue galardonado con el Premio Cervantes en 2016. En efecto, no faltaban motivos para entrevistarlo de nuevo, pero sucede que Mendoza no ha dejado de estar muy ocupado, a pesar de que de vez en cuando nos amenazaba con que el próximo sería sin duda su último libro. Y, además, por aquellos años, no recuerdo ahora cuando lo hizo con exactitud, se había ido a vivir a Londres. «Pero vengo mucho», me dijo, cuando al fin nos vimos de nuevo, como si tuviera que justificarse. 

Tuve suerte. En enero de 2020, mi buen amigo el animador cultural Javier Pintor me ofreció la posibilidad de acompañar a Mendoza en la presentación de su última obra ‘El negociado del ying y el yang’ (Seix Barral), en la Fundación Luis Seoane de A Coruña, lo que me brindaba la gran oportunidad de estar casi un par de horas hablando, ante un público numerosísimo, con el escritor barcelonés. Mendoza nos recibió, acompañado para la ocasión por Elena Ramírez, con esa novedad literaria que supuso en su momento la continuación de ‘El rey recibe’ (luego, afortunadamente, no ha cumplido con su amenaza de no volver a entregar manuscritos a la imprenta). La novela, lo recordarán sus lectores, ofrecía una mirada humorística (entre satírica y surreal, no sé), y al tiempo compleja, sobre los principales momentos del siglo XX, siempre, eso sí, con Rufo Batalla como vínculo perfecto entre la narración literaria imaginada y los hechos estrictamente basados en la realidad histórica. 

Eduardo Mendoza ha estado muy presente en nuestras vidas al menos desde el bachillerato, en cuyos manuales ya figuraba, y siempre sin abandonar su fantástico sentido del humor. En palabras del escritor y traductor John Rutherford, conocido por su excelente versión de ‘El Quijote’ para Penguin, pocas cosas hay más cervantinas que el humor. Me encuentro a Mendoza y le digo que lleva ya varias décadas siendo un clásico, sin perder comba, y me mira con cierta socarronería, pero siempre con su exquisita elegancia. Y me refiero, claro, a aquellos manuales de los años ochenta, al menos, en los que ya se dedicaban varios párrafos a ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (la censura, ya saben, no había permitido su título original, ‘Los soldados de Cataluña’). Aquella novela nos dio bastante trabajo como estudiantes algo desorientados y sorprendidos, pero nos abrió los ojos al mundo y nos hizo pensar con detenimiento en el paso de la dictadura a la democracia (la novela se publicó en 1975), aunque tratara de otra época. Aquella gran novela instaló a Mendoza en el mapa literario español, y en ese mapa ya no ha dejado de figurar desde entonces.

Con Mendoza atravesé aquel día (y una breve parte de la noche) en las inmediaciones de la Plaza María Pita, incluso concurrida en tiempo invernal, y la conversación, junto a Javier Pintor y Elena Ramírez, se extendió mucho más allá del evento literario. Hablamos, por ejemplo, de su teatro, del que no se habla a menudo. Y lo agradeció. En los años de juventud fue su padre quien le llevó a conocer el teatro. Sin duda, ahí está el origen de la facilidad para construir diálogos que tiene nuestro antor. 

La asistencia a tantas funciones teatrales le subyugó hasta tal punto que pensó en ser actor. Aunque fue Beckett quien le inspiró de verdad, como ha narrado alguna vez, especialmente en el prólogo a un volumen excelente, que les recomiendo este verano porque en él descubrirán a otro Mendoza: ‘Teatro reunido’ (Seix Barral). Eduardo Mendoza reconoce que, aunque no gozó de mucho éxito como actor primerizo, lo cierto es que se vio involucrado en la representación de ‘Esperando a Godot’ y tuvo que mecanografiar toda la obra (afortunadamente, había hecho un curso de mecanografía), porque no tenían dinero suficiente para adquirir más allá de un ejemplar. Y copiando a Beckett aprendió, dijo, el valor de cada palabra. 

Imposible resumir aquí toda aquella larga y gozosa jornada en la que uno redescubrió a Eduardo Mendoza, clásico en vida y mito absoluto para quienes lo leímos en el bachillerato. Le pregunté muchas cosas, pero una me interesaba especialmente: su experiencia de la muerte de Franco vista desde Nueva York, como también sucede en la novela. Mendoza ejerció allí como traductor de la ONU, en 1973. En la novela se lee que en aquella idea de España contemplada desde Nueva York «convivían Unamuno, Lola Flores y el último chisme llegado desde los mentideros de Madrid». Y asistimos a cómo los funcionarios se iban asentando allí, y al momento en el que estaban a punto de llegar noticias sobre la muerte del dictador. 

Mendoza me contó entonces cómo fue aquel tiempo, cuando ejerció de traductor en la ONU. «Era vivir en un mundo que aún no estaba muy cohesionado. La globalización era incipiente, pero la verdad es que nos parecía que, a pesar de vivir en Nueva York, en realidad estábamos aislados del mundo. No llegaba la prensa española. La radio y la televisión americanas no daban noticias de España. Dijeron lo de la muerte de Franco un día y no volvieron a hablar más de eso hasta lo de Tejero, años después. Creo que España les parecía un país remoto. Recibíamos, eso sí, cartas. No muchas. Y alguno llegaba de visita. En los 70 aún no estaba de moda como destino turístico. Nueva York inspiraba cierto temor y también cierto respeto. Pero bueno, no se estaba mal (risas). Y sí, me encontraba allí cuando escuchamos que Franco había muerto. Por eso digo siempre que para nosotros no se murió el 20N, sino el 19N... Al saber la noticia, nos miramos y nos dijimos: ¿y ahora qué hacemos? Fuimos a tomar unos whiskies. Estábamos entre contentos, claro, y decaídos, algo muy raro. La verdad es que no sabíamos qué sería de nuestras vidas, allí, y qué pasaría en España, mientras contemplábamos el mundo desde esa estación espacial que era la Nueva York de los 70, con la basura en las calles y el Studio 54».

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