«Uno se cree que las mató y el tiempo y la ausencia» comienza la canción de Serrat que sonó en el Congreso en el cuarenta y cinco cumpleaños de la Constitución Española. Los versos del cantautor, rotundos y definitivos, se matizaron amables en la voz elegante de Maria Berasarte bajo el diapasón severo de un contrabajo. A nuestra Constitución aun no la mató nadie aunque últimamente reciba más disgustos de una madre de familia numerosa. Cuarenta y cinco años después del 78, de la Transición, de la concordia, de las renuncias, la igualdad, las autonomías, el destape, la libertad, las singularidades, los derechos, la diversidad y los consensos; nuestra ley de leyes sufrirá una crisis de identidad si escucha a los líderes políticos. La crisis de los cincuenta le llega a los cuarenta y cinco porque los partidos sacrificaron el proyecto de país por los proyectos de gobierno.
Aquel solemne documento, que nos convirtió en democracia, era un lugar para el encuentro. También era muchas cosas más pero sobre todo una escalera para dejar atrás el odio y respirar el progreso de la convivencia. Hoy la Constitución es un adoquín que arrojarse en las algaradas parlamentarias y las protestas de partido. Como en los libros de Coelho cada uno busca la frase que sacar de contexto para reforzar sus argumentos y acusar al contrario de incumplir la Constitución y su espíritu. Estoy de acuerdo en que en una democracia lo constitucional sea religión ciudadana. Nuestra Constitución es ancha y maternal. Tan infalible que marca el sendero para cambiarla para que nunca deje de parecerse a los españoles. Todos conocen el camino pero prefieren aventurarse en oscuros atajos.
El riesgo es que la Constitución acabe siendo el recuerdo de una España de consenso y progreso «que nos dejó un tiempo de rosas». Si se avanza hacia esta España de desiguales el alma constitucional quedará como «Aquellas pequeñas cosas»… «en un rincón / en un papel / o en un cajón».