Apaga y vámonos

30/04/2025
 Actualizado a 30/04/2025
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Miraba por la ventana pensando en las personas que caminaban por la ciudad sin saber lo que había sucedido. No son conscientes de que están viviendo un momento histórico, pensaba todo el rato. Mientras, la circulación se mantenía con orden, porque parece que los conductores somos más civilizados sin semáforos que con indicaciones luminosas. Y alguien lo dijo: «Si no podemos trabajar, ¿nos vamos?» El lunes 28 de abril fue el día en que había cosas que contar, pero no teníamos el cómo. Así, me eché a las calles con la esperanza de guardar en mi retina las anécdotas de las que hablaré dentro de cinco años, cuando se produzca el aniversario del gran apagón.

En la avenida principal las tiendas que habían podido, tenían echado el cierre. Otras, sin embargo, mantenían a las dependientas como porteras de discoteca mientras todos los lineales del interior estaban apagados. Los oficinistas también fuera, como si hubiese sucedido un gran simulacro. Seguí caminando. 

Nunca había prestado tanta atención a los rincones de la ciudad, y jamás me había fijado tanto en las manos de la gente. Fue ahí donde encontré el primer transistor a pilas. Estaba sobre la mesa de una terraza y un par de personas escuchaban a su alrededor. Poco después vi otro, esta vez lo sujetaba una joven, quien tenía enchufados sus auriculares y cargaba con él como si fuera el más moderno de los dispositivos electrónicos. Me acordé de mi radio, la que me regaló mi padre cuando me independicé por primera vez y que me acompañó durante tantos días en la pandemia. Horas más tarde me sorprendería a mi misma encerrándome en el coche para poder sintonizar alguna emisora y conseguir algo de información sobre lo que estaba sucediendo.

Llegué al supermercado más cercano a mi casa, a uno de esos que tenía generadores para abastecer la compra de aquello necesario para sobrevivir el rato que estuviésemos sin electricidad las esas personas que, como yo, decidimos por la mañana sacar un filete del congelador sin saber que horas más tarde no podríamos encender la vitrocerámica. Ah, el supermercado (léase como un suspiro) Nuestra cita ineludible con el caos. Puede que peque de poco apocalíptica, pero seguro que mi actitud sirve para contrarrestar las ansias de fin del mundo de aquellos que tendrán pan para las sopas de ajo de los próximos dos inviernos. O para los que pensaron que cuatro barras de salchichón no eran suficientes. La generosidad, el lunes, no estaba desde luego en los supermercados. Estaba en la calle. El bar del barrio nos fió las dos cervezas que tuvimos la suerte de tomar antes de subir a casa, mientras veíamos las terrazas llenas de los leoneses que, por fin, descansaban de la productividad sin remordimientos.

Después regresamos de nuevo, con muchas cosas que contar.

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