Fue en una charla, en un pueblo pequeño de la montaña. De esos donde aún hay braseros bajo las mesas y el eco de las voces se queda en las paredes.
Hablábamos de igualdad, de todo eso que a veces parece moderno, pero que en el fondo tiene raíces antiguas.
Y en mitad de la sala, se levantó una mujer mayor.
Llevaba el pañuelo anudado con firmeza y las manos marcadas por los inviernos.
Se llamaba Elvira.
—Yo no sé si eso que hacíamos era feminismo, pero las de antes también teníamos lo nuestro —dijo, con esa mezcla de orgullo y picardía que solo da el tiempo.
Las demás la miraban en silencio.
—No fuimos a manifestaciones, ni nos sabíamos los discursos —continuó—, pero algunas cosas las teníamos claras.
A mí mi marido nunca me mandó callar. Y cuando la Juana del molino quiso dejar al suyo y nadie le alquilaba casa, la metí en la mía.
¿Eso qué es, si no es luchar?
En esas frases había más historia que en muchos libros.
Más feminismo del que se nombra en voz alta.
Porque Elvira no había leído teorías, pero sabía que una mujer no está para obedecer.
No conocía la palabra sororidad, pero sabía perfectamente cuándo otra necesitaba una mano.
El feminismo también se tejió así.
Con ollas al fuego y vecinas que se cubrían las espaldas.
Con mujeres que no pedían permiso para pensar distinto.
Con gestos pequeños que eran, en realidad, enormes.
Quizá no lo llamaban feminismo.
Pero sin ellas, nosotras no estaríamos aquí.