29/12/2022
 Actualizado a 29/12/2022
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Para mi perro Byron la felicidad habita esencialmente en la rutina. El mejor día posible es el que respeta con rectitud monástica los horarios y rutas de los paseos, el tiempo de juego y el de siesta. No hay nada más dichoso que la comida llegue a su plato con puntualidad británica. La costumbre es esa seguridad confortable y mágica de lo previsible. Todo sucede cuando tiene que suceder sin dejar rendijas a lo inesperado que puede que acabe resultando apasionante pero también existe la peligrosa posibilidad de que nos defraude. Él, que no ha tenido que ganarse nada, elegiría siempre no arriesgarse.

Bryon odia las sorpresas. En cuanto nota un revuelo súbito pone una mueca única que viene a decir algo así como «no vayáis a fastidiarme otra vez a felicidad, que son las nueve de la mañana y yo ya estaba saboreando la última bola de pienso de la cena». Así que estas semanas de fiestas las soporta a regañadientes. Ha recibido entusiasmado las jornadas entre Navidad y Nochevieja que le han devuelto a medias la inercia de diario. «No vuelvas a joderme con más fiestas» evidencia en su mirada al levantar la persiana si la hora no coincide exactamente con la habitual para arrancar el día.

A mí los años (quién me lo iba a decir) me están volviendo perruno. Empiezo a creer que los hombres nos volvemos perrunos al ir acumulando décadas y empezar a dejar atrás el tiempo en el que queríamos ser para comenzar a recoger lo que conseguimos. Porque si tienes la inmensa fortuna de haber encontrado el amor, disfrutar de la familia y de un pequeño puñado de amigos lo imprevisible es un riesgo demasiado alto de acabar diciendo aquella sobada frase de «éramos felices y no sabíamos». Byron y yo lo sabemos. También que nada ni nadie dura siempre.

El nuevo año llegará inevitablemente. Le pedimos que se deje enseñar por el año viejo, que no sea rebelde. Que aprenda rápido la rutina y no nos importune mucho el hábito de la dicha. Una dicha precisa que sepa a lo de siempre.
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