Si alguien piensa que la música pop, es un jardín de buenas intenciones, Ana Mena nos deja una lección de sociología visual. En el videoclip de su último single ‘Lárgate’ mezcla desnudos, labores agrícolas en lencería y el asesinato de su novio de varias formas. La artista lo defiende como sátira y reivindicación y la televisión pública en una reciente entrevista en el canal 24h, lo celebra como originalidad y empoderamiento femenino. El gesto transgresor se convierte en permiso para relativizar la violencia según quién la sufra.
No se trata de prohibir la provocación, la buena provocación es necesaria y quien me conoce sabe que mi humor es bastante ‘bruto’, sino de señalar la incoherencia. ¿Qué diríamos de esto si el daño lo sufriese una mujer?. Cuando la víctima es un hombre, aparece un curioso silencio moral o un guiño de complacencia. La broma se viste de empoderamiento. Esa doble vara no es trivial, refleja una sociedad que mide el valor humano con reglas de identidad en lugar de con principios universales.
Más grave es la complacencia institucional. Que una cadena pública normalice estas estrategias sin debate, es una frivolidad peligrosa. La televisión pública no está para rubricar modas, está para ponerlas en contexto y preguntar por las consecuencias simbólicas que toleran la violencia. Aplaudir el atrevimiento es fácil, exigir responsabilidad cultural requiere menos titulares, pero más rigor.
Y está la educación sentimental, esa asignatura no impartida aprendida en la calle. ¿Qué mensaje reciben los jóvenes cuando figuras públicas convierten el rencor y la fantasía homicida en entretenimiento? Si queremos ciudadanos con criterio, hay que enseñar empatía, límites y el valor humano por encima del sexo o la tribu.
Resulta sintomático que la transgresión se venda en formato publicitario. ‘Trending topic’ en las redes y un silencio vergonzante cuando la víctima es tratada como accesorio. El espectáculo se alimenta de esa doble lectura y la industria lo agradece. Polémica es atención, atención es audiencias y las audiencias sostienen la narrativa y la publicidad.
La polémica no es un hecho aislado. Encaja en la maquinaria de polarización. La cultura se ha convertido en campo de batalla, no para debatir, sino para señalar bando, y la política profesionaliza el agravio. Lo que antes fue pelea de clases, se fragmenta en identidades que compiten por la exclusividad de la ofensa (veganos, antitaurinos, ecologistas…). Ese reparto de indignaciones facilita que discursos extremos obtengan resonancia. No se dialoga, se etiqueta.
Si queremos vida pública sana, pidamos coherencia. Proteger a las víctimas por igual, exigir a las instituciones que no aplaudan sin contextualizar y enseñar a las nuevas generaciones que la transgresión artística puede y debe convivir con responsabilidad ética. Que Ana Mena haga arte transgresor no es el problema. Que esa transgresión funcione como impunidad según la conveniencia identitaria, sí lo es. Y eso no es empoderamiento.