Si Álvaro de la Iglesia González Labarga aún viviese, cumpliría este año los cien. ‘La Codorniz sin jaula’ (1980) fue su último libro (escribió más de cuarenta) y también su despedida vital, pues moriría unos meses después, de forma súbita y sin dolor, en Manchester, a los 59 años de edad. La muerte, disfrazada de trombosis, le atacó por la espalda y Álvaro de Laiglesia se desplomó sobre la mesa de un bar sin decir ni pío, él tan locuaz.
Su nombre estuvo inseparablemente unido durante treinta y tantos años a la ‘La Codorniz’, revista que dio paso a la mayor parte de los humoristas de la posguerra, tanto escritores como periodistas, caricaturistas y dibujantes. Dentro de sus vicisitudes, la revista sufrió diversos palos a manos de la censura que culminaron con sendos cierres gubernativos en 1973 y 1975, a cargo de Manuel Fraga, a la sazón ministro de Información y Turismo (y de Sí Mismo). En aquellos años ‘La Codorniz’ alcanzaba una tirada semanal de cien mil ejemplares (o más) y cada suspensión de cuatro meses significaba un grave quebranto para su propietario (el conde de Godó) y para su plantilla de colaboradores, que se quedaba ‘in albis’. No obstante, retoñaba como la hierbabuena: «Bombín es a bombón, como cojín es a X, y me importa 3 X que me cierren la edición». El ‘humor codornicesco’ era un tipo de humor rebosante de ingenio, de talento, de gracia, de ironía, de la burla más o menos fina, a veces del sarcasmo. Sin duda de lo mejor que ha producido el humor literario español.
Álvaro de Laiglesia no estuvo exento de fuertes críticas sobre su obra. Se le acusaba de no escribir novelas, sino relatos novelescos, aparte de que eran literariamente malos; que su humor no era todo oro, sino ‘plomo y mala uva’; y que era un escritor-comerciante que materializaba el arte de escribir. Laiglesia se planteó esta cuestión: ¿debo procurar buena literatura pretendiendo altas empresas estilísticas y no poder vivir de ella, o debo cargar la mano en el humor y conseguir así mayor popularidad y ventas? Sentó desde el primer momento las bases de su estética, es decir, su falta de ella. Es claro que se despreocupó de la elemental técnica novelística y de toda ambición estilística o estética. En cambio, su prosa, de gran jugosidad, está henchida de vocabulario y asombra en imágenes y comparaciones. Cuando terminamos de leer alguna de las novelas de Laiglesia, ya no recordamos nada. Nos hemos tronchado de risa, lo hemos pasado bien, pero ningún nuevo pensamiento nos ha enriquecido. Algunos títulos hablan por sí solos: ‘El ‘sexi’ mandamiento’, ‘Los hijos de Pu’, ‘Solo se mueren los tontos’, ‘Cada Juan tiene su Don’, ‘Un náufrago en la sopa’, ‘Los que se fueron a la porra’.
Pero Álvaro de Laiglesia no sólo fue un humorista de éxito (sus libros, que publicaba a la suma de dos por año, se vendían por miles), sino también un auténtico seductor. Tenía la voz engolada de barítono y era altamente presumido. Según su hija Beatriz, pasaba largos ratos ante al espejo para lograr un rizado de aspecto natural, pero que pareciera despeinado; no usaba gomina, aunque sí una loción vigorosa para después del afeitado, que se aplicaba a base de sonoras bofetadas. Fumaba mucho, bebía mucho, trasnochaba mucho, trabajaba mucho y tenía muchas amantes.
La vida da muchas vueltas. El gusto literario también. Hoy Álvaro de Laiglesia ha desaparecido de las librerías. Pero la preferencia por su prosa caló en su día porque tenía los atractivos incuestionables que al público entonces le gustaban y alentaba con su acogida.

Álvaro de Laiglesia cumple cien años
19/06/2022
Actualizado a
19/06/2022
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