Ahora que me he arrancado en el mundillo del deporte y acostumbrada como estaba a escuchar esos consejos tan familiares que asocian la práctica al bienestar físico, pero también mental, como haciendo de los gimnasios lugares de retiro espiritual, me sigo quedando con los libros. Y no quita que esos templos para el ejercicio me parezcan, en cierto modo, espacios de novela llenos de historias que contar, como si el agitado panorama cultural que antaño transitara entre las salas de algún cine ahora hubiese tomado una forma distinta, más musculosa, sobre alguna bicicleta estática, alguna elíptica o alguna cinta sobre la que correr sin avanzar ni un solo metro.
Sé que no son incompatibles los libros y el deporte. Yo cada día madrugo para leer un rato y para prestarme otro al desvarío del cansancio que me producen los abdominales, las pesas, esa cinta sobre la que corro sin avanzar un solo metro o cualquier actividad que me haga sudar. Madrugo cada vez para arrancar el día y hacerlo por ese orden. Aun así no sé lo que durará mi periplo deportivo y, si atiendo a experiencias añejas, creo que puede que no mucho. Otra historia es lo de los libros que llenan los peldaños de la estantería de mi cuarto, doblegando los tablones de madera paulatinamente en un dibujo inanimado de mi personalidad.
La comparación es oportuna hoy, con un partido de fútbol declarado de alto riesgo que a mí me hace pensar en las novelas de Dostoyevski que desataron las crisis ansiosas de mi amigo más lector. Sender escribió de Baroja que solía profesar una admiración dicotómica hacia el escritor ruso: que le encantaba leerle, pero que hacerlo era como darse un baño en ácido. Quizá debería declararse también de alto riesgo el posar la mirada sobre alguna de las obras del autor.
Y ahora que esta tierra de partidos de alto riesgo, de bares y de librerías, tiene en su seno una cita que relaciona literatura y gastronomía, es fácil recurrir a metáforas. Porque resulta que hay libros que «devoramos» y otros que «se nos atragantan». Y hay veces que «nos comemos con patatas» el gol del contrincante y otras que, sin obstáculos, «entramos hasta la cocina» para meter el gol.
Pero, por mucho que escuche acostumbrada esos consejos tan familiares que asocian el ejercicio al bienestar físico, pero también mental, como haciendo de los gimnasios lugares de retiro espiritual, yo me sigo quedando con los libros. Son los que me reconfortan, los que me despiertan cada mañana y los que provocan que, cada día, tenga ganas de vivir más y más.