Se ha firmado una primera fase de alto el fuego en Gaza o, mejor dicho, cese momentáneo del ininterrumpido genocidio israelita comenzado hace dos años. Ello según un acuerdo en el que el ínclito yanqui Donald Trump se ha erigido protagonista del mismo. El primer paso ha consistido en la liberación de presos por ambos bandos. Pero, ¿cuánto durará esta “paz”? Solo Dios, Alá o Yhavé, tres nombres de un Ser Supremo lo saben. Modestamente, uno no cree que sea por mucho tiempo, vistos los antecedentes y teniendo en cuenta la gran tensión y diferencia entre las partes. Si echamos una mirada al pasado, es obligado, por ejemplo, fijarla en el pacto firmado en Oslo el 4 de noviembre de 1995 entre el israelita Isaac Rabín y el egipcio Yaser Arafat. El frustrado acuerdo, no solo le costó la vida al primero —asesinado por Yigal Amir, un extremista judío actuando, según él, por “órdenes divinas”— sino que fue antecedente de siguientes malogrados intentos de paz.
Antes del advenimiento del nazismo, incluso después de éste, la mayoría de los judíos se negaban a aceptar la idea del sionismo, o sea: la implantación de un Hogar o Estado para el pueblo judío, fuese donde fuese. Para los sionistas, la judería europea habría sobrevivido al holocausto de la II Guerra Mundial si ésta hubiera hecho caso a su deseo. La negatividad de los judíos europeos en un Hogar propiamente suyo se fundamentaba en la confianza que experimentaban respecto a las naciones en las que vivían y en su profunda fe en las tradiciones y posibilidades de la civilización europea. Para el sionismo, por contra, los judíos no tenían ningún futuro en Europa.
Lo que son las cosas. Los judíos que ayer fueron sañudamente perseguidos, torturados y asesinados por los nazis, apenas han pasado tres cuartos de siglo, se han convertido en un Estado cada vez más ampuloso y poderoso. No solo van comiendo poco a poco los terrenos vecinos para instalar sus kibutzs, sino que apalean y expulsan de sus tierras y hogares a sus habitantes, e incluso los aniquilan sin cortapisas ni piedad; y como venganza superlativa a las reacciones criminales contra su dominio expansivo cometido por extremistas palestinos de Hamás. Para unos, una “organización terrorista”; para otros, un movimiento tendente al establecimiento de un Estado islámico en Palestina.
Tras el exterminio de seis de los quince millones de judíos en Europa, muertos en los guetos y en las cámaras de gas, y solo después de que los israelitas vieron la persecución británica de los buques fantasma cargados con los náufragos de la judería europea, pudo hacerse realidad el Estado de Israel. Su pervivencia se debe, según Isaac Deutscher (“El judío no sionista”, Editorial Ayuso, 1971) “a una circunstancia que difícilmente se explica cuando los israelíes derrotaron estrepitosamente a unos enemigos que les multiplicaban cuantitativamente”. Lo cierto es que, muy inferiores número, los israelitas contaban con varios e importantes factores a su favor. A saber. Gran Bretaña se retiraba de Oriente Medio, en parte, porque los Estados Unidos y la Unión Soviética se habían aliado en su contra para que abandonara la zona lo antes posible. Por otra parte, los árabes se encontraban extremadamente atrasados, divididos y sin amigos. Además, aventajaba a Israel poseer organización, entrenamiento y posesión armamentística muy superior a sus enemigos. ¿Hubiera sido diferente si los árabes hubieran estado menos divididos o mejor armados y entrenados? ¿O si la Unión Soviética y los Estados Unidos, tras Gran Bretaña, hubieran apoyado a los árabes en su lucha antisemita? Tal vez otro gallo habría cantado, que la vida humana, tras Adán y Eva, además de efímera, es pura contingencia.