«Pues ya se nos metió otro año». Ya he contado que ésta era la forma, con suspiro incorporado, con que anunciaba la abuela el final de cada mes y el principio del siguiente, mientras cortaba una a una, las hojas que pendían de la pared de su cocina, con tanto cuidado como si aquella línea de puntitos perforados que sujetaba los días, pudiese sentir dolor y quejarse. Y el suspiro era especialmente intenso cuando arrancaba diciembre. Era un ritual lento, justo después del almuerzo. Entre vapores delatando el menú de Año Nuevo, quitaba la grapa que unía los meses a la imagen de la Virgen de Lourdes, que ese día dejaba de presidir los fogones y ser la reina de la cocina, para convertirse en estampa eterna en algún rincón de su alcoba, después de que la abuela recortara, torciendo lo más derecho posible, los bordes que la transformaban de calendario a estampa. Era entonces, mientras otro santo con otros 365 días colgando tomaba el relevo en la alcayata de la pared, cuando ella repetía el mantra de siempre, en el que solo cambiaba el nombre del mes que llegaba. Pero en este caso, cambiando la palabra `mes´ por `año´, como si enero no tuviera nombre hasta mediados. «Pues ya se nos metió otro año». Era difícil saber si lo decía con emoción por haber ganado otro verano a la vida, o lo decía con temor a no poder vencer al siguiente, porque estaba en esa edad en que los días dejaron de pasar como suspiros y duraban el tiempo que permanecían allí colgados, hasta que los arrancaba de un puñado, como hacía con las cerezas. Treinta días con sus noches y sus lunas, llevándose los garabatos sobre ciertas fechas, que fueron recordatorio de la consulta de un médico, de trasplantar las petunias o sabe Dios qué otra cosa, solo importante para ella.
Mientras tanto, el abuelo, que siempre fue más cachazudo y acusado de no saber hacer dos cosas al mismo tiempo, prefería el almanaque. Le gustaba más ese taco de hojitas en el que los días nacían de uno en uno y eran mucho más efímeros que en el calendario, porque solo duraban veinticuatro horas.
Cada hojita estrenaba un día, una noche y una luna, que él estudiaba concienzudamente mientras almorzaba, como si fuera importante saber en qué minuto exacto había salido el sol que colgaba a lo lejos o a qué hora pensaba dejarse caer al morir la tarde. Repasando el santoral, le salían al encuentro conocidos que se cruzaron en los caminos de la vida. Nombres pegados a recuerdos.
No muchos, porque sabido es que los montes acotan y hacen pequeños los mundos que rodean con sus brazos. Así aparecía fulanito, al que conoció en la mili o menganito que le trajo una navaja de Albacete. Y Elisea, que de feo solo tenía el nombre y bailó con ella en más de cuatro verbenas, aunque se alegra de no haber llegado a mayores con ella, porque la refunfuñona que le tocó en suerte es lo que más agradece a la vida. Así, repasando el santoral cada mañana, cada nombre le traía trocitos de vida convertidos en olvido menos aquel gandul que le vendió dos zapatos del pie izquierdo, que, aunque tenía un nombre tan retorcido como sus intenciones, nunca necesitó el santoral para recordarlo. Y también miraba los cuartos menguantes y crecientes de la luna. Esa compañera de trabajo con más precisión que el reloj que le trajo el cuñado de Suiza, el que nunca estrenó porque fue incapaz de sujetar el tiempo en la mano. La luna bastaba para anunciar que era época de poda, de arar patatas o sembrar el trigo. En su almanaque los vencejos y las cigüeñas marchaban y volvían cuando debían hacerlo, las ovejas sabían que llegó la paridera y el campo dormía en letargo del invierno mientras los crisantemos de la abuela lucían en el balcón más vivos que nunca.
Era así como morían y nacían los años en aquella casa desde que los nietos crecieron. No era tiempo vivido a trompicones y con prisa. Eran días largos, en los que cada hora latía sesenta minutos y cada minuto tenía sesenta vidas.
Las únicas campanadas que sonaban a medianoche en su cocina, eran las de la Misa de Gallo a través de la vieja radio. De la Nochevieja no les gustaba ni el nombre, sin necesidad de explicar el motivo. Un polvorón y media docena de uvas cada uno, acompañando a las sopas de ajo de cada noche, marcaban el final del año.
El Año Nuevo nacía por la mañana, que es cuando nacen las cosas. Ese era el momento en que empezaba el ritual del calendario y del almanaque. Ella en la cocina y él, en el rincón de la salita, en el viejo sillón ya domado y con las mismas medidas de su artrosis. Ella, tan previsora siempre y tan poco amiga de tirar nada, guardando los días un mes entero, para acabar arrancándolos en racimo, con aquella frase en la que nunca supimos sí había triunfo o derrota, simplemente porque ya estaban vividos.
También ella había aceptado que el tiempo no se dejaba sujetar, no podía meterlo en compota, ni remendarlo, ni tejerlo, ni untarlo en rebanadas para sus nietos. No podía darle más utilidad que vivirlo. Así de importante era cada día del año.