Al otro lado del teléfono

La semana pasada entró en vigor la nueva ley general de telecomunicaciones que, se supone, pone fin a las llamadas con fines comerciales. Esas que por inoportunas y repetitivas, sacan de quicio a cualquiera.

Y digo se supone, porque quien hizo la ley hizo la trampa. Las empresas van a encontrar resquicios por los que seguir colando en nuestros teléfonos sus «ofertas irrechazables que justo finalizan hoy». Faltaría más.

Como sea, nunca van a perder ni a dar la cara ante los clientes molestos. La peor parte se la llevarán los de siempre, los teleoperadores.

Si la normativa se cumple, es obvio que sobrarán puestos de trabajo. Si no, se hará más duro el día a día en los ‘call center’. Y eso que en la mayoría de ellos el ambiente ya es irrespirable. De hecho, cuentan con uno de los índices más elevados de estrés laboral y bajas por depresión. Aún hay quien desconoce la letra pequeña de esta tarea. Solo desde dentro se alcanza a entender la precariedad y la presión a la que se someten estos trabajadores.

Horas y horas de conversaciones soportando gritos, insultos, comentarios denigrantes. Y todo bajo la estricta supervisión del superior de turno, que se encarga de recordar cada poco las ventas que faltan para cumplir unos objetivos inalcanzables. Recordatorio que suele ir acompañado de la correspondiente amenaza de inminente despido.

En los contratos aparece la palabra indefinido, pero eso no es sinónimo de estabilidad. En cuanto no cuadran los números, finiquito y a la calle. Como si no fuesen personas. Así es, se trata de un trabajo muy poco valorado y peor remunerado.

Un suceso que tuvo lugar hace un par de semanas, y que me puso los pelos de punta, sirve como ejemplo para poner de manifiesto la falta de humanidad reinante en la mayoría de estos centros. Una teleoperadora murió durante su jornada laboral y los demás tuvieron que atender llamadas con su compañera de cuerpo presente durante al menos dos horas.

¿Dónde se ha ido la dignidad de este trabajo?