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Y ahora, en efecto, Sánchez

02/10/2023
 Actualizado a 02/10/2023
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Ha pasado la no investidura de Feijóo, tal y como estaba previsto, y Sánchez se apresta a comenzar la suya (si el rey lo propone, como así parece). Escuchándolo, uno tiene la sensación de que ha aguantado en el escaño, pegando la hebra con Calviño de vez en cuando, como quien aguanta a que cambie el tiempo, como quien espera a que escampe la tarde y se disipe la tormenta. Sánchez no sólo escribió un manual sobre la resistencia, la suya y la nuestra, creo, sino que es algo que tiene bien aprendido. No es la primera vez que se enfrenta a una situación política de extraordinaria dificultad, y sin duda, a estas alturas, ya ha asimilado aquello de «paciencia y barajar». 

Se notaba a distancia que veía bien la defensa de Feijóo en la tribuna del congreso, todo un debut en la primera línea (siempre se mira con detalle al que llega desde las periferias). Sánchez jugaba con la ventaja de los números, con esa falta de misericordia y sentimientos que suelen tener las matemáticas. Sánchez vio bien que Feijóo tuviera sus minutos, sus horas, de gloria, como pretendía, ganados en buena lid en las urnas, todo hay que decirlo. Pero, ay, insuficientes en la suma final. Sánchez lo vio bien, o sea. 

La política tiene mucho de rito y ceremonia, también de liturgia, y no hay liturgia más importante en una democracia que la del parlamento. Para Feijóo, ya lo tenemos dicho, ir a la investidura, por fallida que fuera, tenía un gran valor simbólico, una forma de estar en primer plano, de ofrecer su discurso, aunque eso le valiera revolcones dialécticos de índole diversa. He llegado a la conclusión de que esta primera fase de la investidura, el partido de ida de esta eliminatoria, de esta gran final, les convenía a ambos. E incluso me atrevo a decir que ambos salieron ganando. Sánchez logró demostrar (por si era necesario), que lo que no suma no suma, y además es imposible. Buscó ahí el desgaste del candidato popular, empeñado en una dialéctica poco menos que heroica, que, sin embargo, no iba a producir resultados positivos. 

Feijóo se presentó con solemnidad y épica, atribuyéndose el sacrificio de renunciar a una presidencia que tenía ganada si quisiera, o eso vino a decir. A la vista de las matemáticas, y de la incompatibilidad entre PNV y Vox, por ejemplo, Feijóo prefirió investirse de ese heroísmo del que no se aviene a pactar cualquier cosa, y mucho menos una amnistía, pero una vez más se marcaba en esa decisión, fundamentalmente retórica, la gran distancia que existe entre la realidad y el deseo. No era posible sumar lo que no suma, y ello a pesar de ese leve guiño a Junts, levísimo, en puridad, que algunos de los suyos contemplaron confundidos. Para entonces, Aznar ya había destapado otro frasco de las esencias, porque Feijóo tiene sus arrebatos moderantistas, pensó tal vez, aunque lo de Junts parecía imposible de toda imposibilidad. 

Sánchez no quiso entrar en juego en primera persona, considerando quizás que la cosa no iba con él. Era Feijóo quien debía explicar cómo resolver el laberinto pactante, pero no por eso Sánchez se mantuvo sin más en gozosa retaguardia, porque mandó a Puente para que levantara una galerna de reproches, aprovechando que el Pisuerga pasaba por Valladolid. Muchos criticaron a Sánchez por la dureza del guion oscarizado, pero él mantuvo hora tras horas la cara de póquer en la bancada, como quien dice «a mí plin», y en este plan. Feijóo sufrió una incomodidad mucho mayor de la que suponía, ya que él sólo estaba allí para defender lo que sabía condenado al fracaso de antemano, salvo milagro, estaba allí para completar el encargo, para cumplir el rito de paso y de madurez en la capital, para recibirse, en fin, de jefe de oposición y de partido, sin pasar a mayores. 

Feijóo hubiera preferido sin más al Sánchez descreído, distante y frío, que no quiso subir a la tribuna a la espera de su oportunidad, porque juzgó, con la calculadora en la mano, que no era menester. Hubiera preferido, ya puestos, a un Sánchez que dejara correr las horas y el discurso de los otros, sin sacar tajada del envite, pues a fin de cuentas el tiempo y la suma vendrían a darle la razón. Pero no se conformó el socialista con la simple espera en las bancadas, sino que mandó recado a la tribuna para marcar sin duda territorio.

Con todo, Feijóo sintió que algo había ganado. Nada mejor que acudir a una ceremonia iniciática (en el corazón complejo de Madrid) con la seguridad de que el éxito no es posible. Y a pesar de la épica, y de la retranca gallega que reivindicó como marca de la casa y flor de la periferia, desde el principio supo que no había lugar a la esperanza de lograr la presidencia, pero sí cabían otras victorias, más en clave doméstica. Feijóo se estaba construyendo frente al núcleo duro de Madrid, consciente de que las jornadas del Senado, en las que había hecho guantes con Sánchez al poco de llegar, no eran suficientes. Pronto la investidura pasó de un memorial amargo por el manojito de votos que no le era concedido a una épica de resistencia personal, sanchesca en cierto modo, lo que son las cosas, parapetándose contra los que dudaban, si tal cosa ocurría en las circunscripciones ayusísticas, de la solvencia de los que llegan a la sala de máquinas desde la relativa calma de los márgenes.  

Es cierto que Feijóo se fajó con humor y buena ‘performance’ en gran parte de su batalla dialéctica, y así se lo han reconocido propios y extraños, salvo alguna cosa. Pasó el filtro que se dice, superó el rito de paso, alcanzó la madurez matritense en su ya verdadera madurez, y, aunque había gozado de la grandeza de los balcones, siempre tan coyunturales, ahora lograba crecer en aquella tribuna tan principal, coyuntural también, pero que le había dado la posibilidad de hablar sin tasa, de hacer frases más que ocurrentes de vez en cuando, de repartir a la izquierda y a la derecha nacionalista, y de presentarse, en fin, como líder de los suyos, y como jefe de una oposición inminente, salvo que Sánchez no pueda armar gobierno. Una oposición inevitable y anunciada, sí, pero que juzga provechosa, pues llegan tiempos difíciles. Y la dificultad de los otros es siempre la oportunidad propia. 

Feijóo parecía contento de lo conseguido, y por eso quizás se hizo fotografiar en grupo entre vítores, como en las graduaciones. Sánchez, que aguantó en silencio y con cara de Buster Keaton, incluso cuando Puente levantó la galerna, sabe que ahora llega el turno definitivo, el suyo, endiabladamente difícil, salvo que nos estemos perdiendo algo. La suerte está echada, decían los romanos. Pero también: la fortuna ayuda a los audaces. Veremos.   
 

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