La vida es esos pequeños placeres que, aparentemente sin ambición, nos acompañan en la cotidianidad de cada día. Para llegar a la vida, hay quien roba a su rutina unos cuantos minutos, cada día, sumergiéndose en la aventura de una nueva lectura; hay quien se sienta en una silla en la mitad de la huerta y se embebe en sus abismos dándose rienda suelta, y hay quien, como yo, camina por senderos de tierra en busca de dar cauce a todo lo que se ha ido embalsando en la cabeza a lo largo de la jornada.
Dice Leslie Stephen en su “Elogio del caminar”: «El verdadero paseante ama caminar porque, lejos de distraerle, propicia la uniforme y abundante fluidez de una meditación apacible y semiconsciente». Y creo que es cierto, cuando una camina, mueve mucho más que las piernas. Luego están las peculiaridades del caminante; en mi caso, siempre busco el agua. Cuando salgo de mi casa pertrechada con el bastón, procuro que en mi camino se cruce un cauce o un pantano o una laguna o una fuente.
¿Sabían que el agua tiene memoria? Y sabían que el agua que había en el momento cero de nuestro planeta, cuando nosotros ni siquiera estábamos previstos, es la misma agua que hay ahora. Ni una gota más. Ni una gota menos.Así que cuando llego a la laguna de mi pueblo, primera parada en el periplo de mi caminata, en la que luego volveré a parar, de regreso, y echo la vista en la superficie verde azul; no puedo por menos que detenerme.
Cuánta memoria contiene cada una de estas gotas que estuvo en el minuto cero del día primero. Ojalá supiera el lenguaje de los cauces para poder venir aquí cada día a oír sus cosas, esas historias. A duras penas me las imagino, pero sé que están ahí. No las veo, ni las oigo, ni las huelo, ni las toco, ni se estrellan contra mi paladar como si fueran un alimento. Pero mis vísceras las presienten.
Así que distraigo unos momentos y, acercándome a la orilla, sumerjo las manos. ¡Quizá esta gota que me roza la palma sació la sed de un velociraptor! Y esta otra es una gota de sudor de un labrador de la época de mi tatarabuelo que venía de los trigales; dicen que hace muchos años estaban en un paraje un poco más allá.
Las levanto en el aire haciendo un cuenco con las manos; el sol de media tarde las atraviesa cuando las dejo derramarse. Pocas veces la belleza tiene una manifestación tan definitiva y tan fugaz. Esta última gota que ha llegado al agua tenía forma de lágrima, me digo. Pero al pie de la laguna no tengo ánimos para pensar en tristezas. Puede ser una lágrima de risa, de mucha risa. De la que le dio a Lilith al enterarse de lo de Eva.
Una lágrima de Lilith en la laguna de mi pueblo. Qué honor más brutal.
Hay un paraje con paisaje aquí cerca que están desmontando. El motivo es preparar una balsa porque, tras el aparcelamiento del terruño de varios pueblos, van a meter riego por aspersión. Desmontar el paisaje es apilar montones de madera, recién arrancada de la tierra. Desarmar sebes. Borrar caminos. Secar reguero. Antes aquí se cultivaban lúpulo, lino, menta, remolacha, patata, cereal… Era la quintaesencia de la abundancia. Ahora solo maíz, mucho… eso sí.
En pocos días, habrá un paraje sin paisaje.
Pienso en el agua de la balsa. Un extraño secuestro este. Cómo sobrevivirá bajo la presión de los pesticidas y los abonos. Qué será de su memoria. Y si aguanta sin perder su esencia… qué tendrá que contar de nosotros.
Ojalá resista y encuentre la manera de revelarse, mientras se mueve triste bajo tierra por caminos tristes de polietileno y cloruro de polivinilo. Ausentes los pájaros abrevando en su cauce, los anfibios, los habitantes del bosque, entre los que me considero, quizá sin que me corresponda, porque nadie ha olvidado aquí que un día se nos expulsó del paraíso, quizá por tropelías como esta. El agua lo sabe. Y ahí seguimos, en el extrarradio, distraídos y solos.