18/08/2023
 Actualizado a 18/08/2023
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Ay, qué paz se respira aquí. Da gusto salir de Madrid –dijo la señora mayor del moño rubio–. La saludamos con una sonrisa. Aparte de nosotros, solo había otros dos habitantes en la aldea. Así que una vecina extra era bien recibida. Detrás de ella, por la empinadísima callejuela, asomaron varias cabezas: un hombre corpulento, un niño de peinado abertzale, una mujer rechoncha y una niña ídem, seguidas de un perro labrador ídem. Todos resoplando y cargados de maletas. Les sonreímos. A los cinco minutos escuchamos ascender a otra pareja, con más maletas, seguida de un pitbull. Volvimos a sonreír y nos metimos en nuestro hogar. A los diez minutos habían abierto la casa, que llevaba un año cerrada, habían puesto un radiocassette (sic) en la ventana y empezaron a pasar la desbrozadora por el selvático jardín. Viejos éxitos de los 80, los ladridos desaforados de los dos perros, el rugido de la desbrozadora. Miré a mi chico y mi chico a mí. Cerramos la ventana.

Habíamos encontrada esta casa al final de una aldea al final de una carretera al final de un valle. Parecía el fin del mundo. Era el fin del mundo. Pero durante la segunda quincena de agosto, se convirtió en el centro del universo. De tres coches aparcados en la parte baja del pueblo, pasamos a diez. Nuestros vecinos hacían barbacoas todas las tardes. Compraban las latas de cerveza por docenas y metían las cajas de sidra en la fuente pública. Por la noche, se colocaban frente a la montaña y competían a ver quién gritaba más fuerte: eooo, mira qué ecooo. Le dije a Pequeño Zar, por fin tienes niños para jugar. Contestó: la niña no se levanta de la silla; el niño solo quiere mirar el móvil. Cada vez que yo subía o bajaba –de hacer la compra, de la playa, de correr por el monte–, me encontraba la familia sentada en el porche, en una mesa de plástico con hule descolorido, bebiendo cerveza y hablando a gritos, con la radio de fondo. La niña en su silla, espantando las moscas con un mohín de asco. 

Siempre me había preguntado quién viviría en esa casa. Un enorme edificio de piedra, con balconada y contraventanas de madera y un jardín lleno de hortensias. Pensaba que debía ser alguien especial para tener esa casa tan perfecta. No me los imaginaba así, desde luego. 

Entonces cambió el tiempo: anunciaban lluvias para los próximos días. Los escuché hablar, volvemos antes, gritaba el hombre, total, para estar aquí encerrados, mejor al sol de Madrid, ¿no? Pero no veníamos por dos semanas, contestaba la rubia. Se enzarzaron en una discusión nocturna. A la mañana siguiente, me levanté temprano a escribir y escuché ruidos de arrastrar sillas y maletas. Al rato, cuando salí, la casa de los vecinos volvía a estar cerrada a cal y canto. Di gracias a Dios por el bendito mal tiempo asturiano.

 

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