Araíz del inicio de la guerra en Ucrania, los precios de los productos básicos que componen la cesta de la compra, entre otros, comenzaron una trayectoria ascendente que parece no tener fin. El momento de ir al supermercado, de recibir las facturas de luz, de gas, o de llenar el depósito del coche se ha convertido en una auténtica pesadilla para la inmensa mayoría de los mortales. Cuando menos, ocasionan un dolor de cabeza.
Para completar el cuadro, vamos a sumar a lo anterior las altas tasas de desempleo, así como el encarecimiento de las hipotecas y los alquileres.
Además hemos visto que, como consecuencia de este incremento generalizado, este verano las vacaciones también son más caras. Con semejante panorama toca recortar, ajustar al milímetro el presupuesto.
Antes de caer en el alarmismo, tengamos en cuenta que hay varias cosas de las que, aunque a regañadientes, se puede prescindir. Pero la alimentación y la vivienda, por ejemplo, son esenciales para que una persona tenga una vida mínimamente digna.
El problema es que el porcentaje de población en riesgo de pobreza asciende de forma proporcional al importe de los gastos cotidianos e ineludibles.
Sin embargo, nadie muestra un interés real en revertir esta situación. Se ponen en marcha medidas encaminadas a paliar los efectos del desastre, que en su mayor parte resultan ineficaces e insuficientes. Se prometen soluciones que no acaban de concretarse. Agua de borrajas.
El resultado es que las cuentas solo les cuadran a unos pocos privilegiados, lo que causa impotencia, rabia y desesperación entre quienes se ven incapaces de asumir el coste de vivir.
Esa sensación de ahogo que provoca la injusticia mantenida en el tiempo puede desencadenar una tormenta monumental.
Es peligroso jugar con la supervivencia. Lo mismo que caminar al lado de un nido de avispas asiáticas, vespa velutina, que suelen tener un tamaño considerable. A nadie en su sano juicio se le ocurriría zarandearlo, por lo que pueda pasar.