Revolucionario, innovador, transgresor, como buen jesuita, el sumo pontífice de la Iglesia católica nos ha dejado el pasado lunes 21 de abril en plena Pascua y su pérdida no deja indiferente a nadie, pues no debió ser fácil llevar el timón de una casa en decadencia que no encuentra acomodo en este mundo.
Siempre al lado de los pobres, defendió con carisma, fe y voluntad la humildad, la belleza de lo vulnerable, la grandeza de lo sencillo. No quiso pompa ni boato, quiso ser pescador de almas del siglo XXI, acercándose a su nueva realidad, normalizando cuestiones que la Iglesia no se había atrevido a enfrentar hasta ahora como la homosexualidad, las parejas de hecho, el cambio climático, la revolución tecnológica o la inmigración masiva.
Resultó cercano y afín a la izquierda política, de sobra ha sido criticada su cercanía a los Kirchner que le defraudaron y no menos polémica ha generado su visión de las políticas de Trump al afirmar que «quien construye muros en vez de puentes no es un buen cristiano».
Los políticos siempre tratan de utilizar en su beneficio la influencia que ciertas personalidades ejercen en la sociedad sin ánimo de lucro. Por lo mismo que nacionales y republicanos quisieron ganarse el favor de Unamuno, izquierda y derecha buscan el amparo y la aceptación del obispo de Roma, pero el papa Francisco fue claro también al decir que «los comunistas nos han robado la bandera de los pobres. La bandera de los pobres es cristiana».
Defendió la abolición del celibato en los sacerdotes, las familias homosexuales, el uso de anticonceptivos, condenó la pederastia, las guerras, los abusos de toda índole.
Demasiado progresista para la derecha rancia y excesivamente justo para la izquierda corrupta, fue un hombre de fe y principios, que trató de representar a Jesús en un mundo superficial y egoísta. Solo amaba la cruz, solo defendía su verdad.
Si el cielo existe, habrá llegado en sandalias.