Hay tantos pueblos cuyo único patrimonio es ya un pedazo de cielo, un puñado de tierra y ásperas voces de la memoria con sombrero que pueden contarse con los dedos. Todo eso, y nada menos que eso, que ojalá todos pudiéramos sentir el cobijo de los siglos abrigados por el legado genealógico de "una casa solariega y blasonada" con "el retrato de un abuelo que ganara una batalla" como se lamentaba León Felipe. Esos abuelos que ganaron o perdieron incluso una guerra ahora están siendo engullidos por el olvido, que se manifiesta en forma de silencio. El silencio que poco a poco va dejando sordas las casas, mudas las campanas y abarrotados los cementerios. El silencio que devora con la calma de quien tiene de su parte el tiempo, que avanza inexorable calle a calle, como aquella niebla mortal de Londres de los años cincuenta, apagando las luces y dando vueltas a todas las cerraduras.
Los pueblos son los desvanes de las ciudades, lugares conocidos y hasta entrañables donde sigue reposando nuestra historia pero a los que vamos poco, a los que estamos dejando de ir. Amontonan patrimonio cultural (tanto del que aún se puede tocar con los dedos como del que solo se revive en las tradiciones) que se pudre de goteras, al que cada temporal arranca un par de tejas como acumulan polvo los viejos muebles de un trastero. Así se derrumbó estos días parte del castillo de Alcuetas y se agrandan las grietas de la fortaleza de Balboa. En Castilla y León hay 238 bienes en la Lista Roja de la Asociación Hispania Nostra, en serio peligro porque ya nadie cuida de ellos. Las administraciones ayudan vaciando el agua del mar con un cazo ante la vasta herencia de una tierra fértil en pasado y con el futuro en barbecho. La Junta de Castilla y León dice que apuesta por invertir en restauraciones donde se impliquen los lugareños, que permitan que las intervenciones no sean un parche caduco porque haya vecinos interesados en barrer a diario esta iglesia, abrir aquel palacio o vigilar las almenas de aquella torre. Lo siento, pero lo que no nos quedan son vecinos, ni siquiera desinteresados. Fíjense la magnitud del drama que hay Diputaciones que lo que promocionan son las ayudas para el derribo de inmuebles en ruina, necesario para evitar accidentes, pero una evidencia más de la agonía.
El mundo rural empieza a ser un lugar exótico, que incluso se vende por lotes. En una pequeña aldea de Segovia, Baharona del Fresno, sus seis únicos y últimos aguerridos habitantes se desayunaron no hace mucho con que habían sido puestos en venta. Con solo un café bebido descubrieron como la inmobiliaria Propertista vendía su pueblo, con ellos aún vivos, con ellos aún dentro. Como las peceras de la feria. Quién sabe si un comprador les mantendría allí, haciendo su vida de pueblo (eso que quiera que hagan esas gentes) y organizaría safaris en 4x4 para verles recoger la huerta o comentar las lluvias al caer la tarde desde un poyete. Y una vez roto el silencio, escucharían atentos a cualquier tío Rufo, como el de ‘Las Ratas’ de Miguel Delibes (que nos dejó hace ya ocho años), que entre refranes les descubriría que "si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana". Porque a los pueblos que fueron, los que no salen en ninguna guía, el turismo les pasa como a los arrabales de las ciudades.
Vender un pueblo es quedarnos un poco más huérfanos. Dejar huecos en las heráldicas de las familias. Unamuno, Machado, Azorín o Cela. Mejor dejarlos en el desván, junto a aquella mecedora rota. Abandonados pero nuestros.

Abandonados pero nuestros
15/03/2018
Actualizado a
13/09/2019
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