Casi nada merece la pena. O al menos no en la medida en la que estamos acostumbrados a valorar todo aquello que ansiamos obtener o conseguir aun peregrinando entre los caminos de la injusticia, la ilegalidad, y la falta de respeto a uno mismo.
A menudo –y cada vez más– a muchos de nosotros ha dejado de interesarnos ser fiel a unos principios, a las ideas que en algún instante de nuestras vidas le confiábamos la tarea de posicionarnos en alguna zona noble de la sociedad. El dinero y el poder obturan la buena fe de pocos, y la honestidad de demasiados. Y, si no, mirad a nuestros políticos. Intoxicados de pura demagogia barata, cobijados tras un telón de hipocresía le quitan hierro a todo lo que nos importa, nos concierne y nos preocupa.
La red magna es el último recoveco donde todavía no han conseguido tapar la verdad, engañar a sus ovejas –al igual que en sus comicios– o usar a los medios de comunicación como si fuesen marionetas. Todos los diarios, la misma noticia, diferente historia. Todos los periódicos, idéntico material, distinto contenido.
Cada uno de ellos vive dependiendo de soberbios periodistas. Beben de la capacidad de unos pocos para transmitir al pópulo lo que necesitamos saber, cómo, cuándo y por qué. Extraordinarios comunicadores que a menudo soportan a la sombra de escritores frustrados su propio silencio. Todo está adulterado. Vemos cada día en televisión fulanos que jamás han pisado una universidad haciendo el trabajo de aquellos que realmente se lo merecen, y nadie hace nada.
La literatura no engaña, no necesita hambre, guerra o miseria para sobrevivir, no se sostiene como un parásito recogiendo historias impropias contadas por bufones con maquillaje.
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