Opinar por opinar

Pablo Mena
07/03/2018
 Actualizado a 09/09/2019
Existe una tendencia no generalizada, pero sí dominante entre las voces más escuchadas a nivel micro y macrosociológico, a expresar opinión por absolutamente cualquier asunto susceptible de generar un ápice de discrepancia. Los pronunciamientos de estos sujetos van acompañados de mantras ligados a la supuesta necesidad de ‘mojarse’ como cualidad inherente de quien es honesto. ¿Qué clase de cínico es capaz de relacionar la honestidad con la superioridad moral como algo consustancial? La RAE define ‘opinión’ como «juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien», entendiendo ‘juicio’ como «facultad por la que el ser humano puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso». Por tanto, exigir opinión indiscriminadamente es dar por sentado que cualquiera posee los conocimientos y los recursos para discernir, en todos los asuntos, lo que es válido de lo que no lo es. Sin embargo, la honestidad es precisamente lo contrario. Honestidad es asumir la ignorancia propia y limitarse a opinar de aquello de lo que se tiene conocimiento, necesario para empoderarse del fundamento que debe nutrir las opiniones. Si detrás del posicionamiento ideológico no hay un proceso dubitativo que mantenga su vigencia, se limita a ser una mera convicción, que es el principio intrínseco de la ineptitud para pensar. En definitiva, es mucho más coherente mantenerse en el papel de espectador en las cuestiones que no se tiene dominio en lugar de tomar partido, por la simple necesidad de sentirse protagonista. De hecho, ni tan siquiera la mayoría de temas demandan un juicio de valor. En los que sí, Jorge Luis Borges decía que «uno debe tratar de no tener razón», en tanto que el empeño en tenerla tan solo denota ofuscación.
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