Comprendo y empatizo con la impotencia de quien se ve desplazado a empujones, pero detesto la rabia de quien quiere salvarnos a todos por la vía rápida. Las autoridades deben ayudar y favorecer todo lo que puedan a los pobladores frente a los visitantes, obviamente. Los ‘supremacistas morales’ que salen a pinchar ruedas y poner pegatinas con un egocentrismo que no cabe en los autobuses que asaltan, deberían quedarse en su casa reflexionando sobre qué pasaría si se lo hicieran a ellos o a alguno de sus seres queridos.
En esencia, la principal causa del problema del turismo de masas es la misma que la del cambio climático. ¿Quién no ha viajado a Venecia o a la Costa Brava? ¿Quién renuncia al coche o al aire acondicionado? Las multinacionales nos tientan con campañas publicitarias y vuelos baratos, con dinero que compra nuestra voluntad y nuestras propiedades. Los negocios son los negocios y lo que pase después no importa.
Lo sabemos y sucumbimos porque somos humanos, la vida es efímera y pensamos que, total, qué importancia tiene uno más. La ciudad son sus ciudadanos y el mundo es tal y como nosotros lo hacemos. Quien puede saca tajada y quien no puede (o no quiere) protesta.
El problema tiene difícil solución, pero jamás la encontraremos si antes no entendemos a qué nos enfrentamos. Podemos conseguirlo si fijamos la vista más allá del instinto de simio territorial que hace que nos sintamos invadidos constantemente y dejamos de pedir al macho alfa que salve a la manada. Si pudiéramos autocontenernos, si dejásemos de quererlo todo, estaríamos en el camino de superar este y otros problemas del primer mundo.
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