Son las 7.30, y espero sentada en los bancos de la entrada de la universidad a que abran para refugiarme en la biblioteca. Malditos trabajos de última hora. Alguien se sienta a mi lado y empieza a hablar en voz alta, invitándome a convertir el monólogo en cosa de dos. Acepto. Me explica el sufrimiento que le causó la muerte de su madre, hace unos años; escupe la impotencia que siente al pensar en todo lo que debería haberle dicho y las palabras que dejó que se congelaran a medio camino. Sigo escuchando, no puedo hacer nada más. Admite que le está sucediendo lo mismo con su padre: también le han diagnosticado un cáncer feroz, y no le queda mucho tiempo, pero es incapaz de abrirse a él y agradecerle todo lo que hizo por ella. La vergüenza, la frialdad, incluso el orgullo le impiden decir las palabras que todo lo curan. La animo a que lo haga, y concluimos que no tenemos tiempo y que nosotras también moriremos. Pero no nos queda un regusto amargo, es un baño de realidad, de fuerza: centrémonos en lo que de verdad importa, liberémonos del miedo y no aprisionemos las palabras; solo el amor vence al tiempo.
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