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Muramos todos para vivir en vida

10/05/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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Hay vivos que se comportan como muertos y muertos que parece que todavía están vivos. La vida y la muerte están separadas por un instante, una casualidad o el destino, nombre que dan algunos a aquello que supuestamente tiene que pasar, lo quiera o no el protagonista. Nuestra cultura, o al menos en la que muchos de los presentes nos hemos criado por estos lares, nos hace dar la espalda a la muerte para así no mirarla a los ojos, pero sin poder evitar que con el paso de los años vayamos girando poco a poco nuestro rostro hasta que sin darte cuenta, ya estás mirando de frente, o en el mejor caso de reojo, a las cuencas vacías del cráneo de la Muerte. Nuestra idiosincrasia, nuestros miedos, nuestras creencias religiosas, nuestras incertidumbres más íntimas… hacen que ante cualquier actividad relacionada con «el último suspiro» tengamos sentimientos encontrados de muy diversa índole.

Y cuando nos enfrentamos a vivos que se visten de muertos, ataviados con las mortajas que un día cubrirán sus cuerpos inertes y fríos, o estamos ante una película de Alex de la Iglesia o ante la Procesión de las Mortajas, que recorre cada 3 de mayo las calles de la localidad berciana de Quintana de Fuseros. Bien es cierto, y aunque a más de uno le gustaría que esta tradición fuera exclusiva del Reino de León, existen otros puntos de la geografía española en la que la vida y la muerte se entremezclan, como es el caso del municipio pontevedrés de Santa Marta de Ribarteme, donde los ofrecidos en vez de mortajas van en sus propios ataúdes.

Cuando el que suscribe hace unos días se encontró por casualidad con la Procesión de las Mortajas en los medios locales, mentiría si dijera que a la primera bofetada dada por una arraigada sensación de extrañeza y morbo escatológico, le siguió un progresivo afilamiento del colmillo irónico hasta llegar a una reflexión que quizás duela más que una dentellada, y es que mientras veía las imágenes de los lugareños amortajados no pude dejar de pensar en que quizás muchos de los problemas actuales de nuestra sociedad se solucionarían si al menos una vez todos celebráramos nuestro funeral en vida. Y con esto no me refiero por ejemplo al papelón protagonizado recientemente por Cifuentes, que a pesar de estar muerta políticamente, se decantó por convertirse en una zombie con tal de no enfundarse su mortaja, sin saber que ya el primer día se ofició su funeral, aunque ella no quisiera estar de cuerpo presente.

Lo que quiero decir es que todos deberíamos despedirnos de nuestros seres queridos, de los no tan queridos y lo que es más importante, de nosotros mismos. Para al día siguiente leer nuestra esquela mientras tomamos un café, eso sí con azúcar porque la sacarina ya carecería de sentido. Y una vez visto nuestro nombre bajo una inconfundible cruz negra, pensar detenidamente todo lo que nos quedó por hacer y nos hubiera gustado llevar a cabo, así como también todo lo que hicimos y en lo más interno de nosotros sabemos que nunca debimos haber hecho. Reflexionar sobre los besos que no dimos y los que dimos de más. Los abrazos que fueron de carne y hueso y los que fueron de todo, menos abrazos. Las gracias que nunca dimos y las que nos dieron sin merecerlo.

En definitiva, pensar en el legado que dejamos tras nuestra marcha, tanto a seres cercanos como a personas que nunca llegamos a conocer. Porque el mal y el bien, el odio y la bondad, la mentira y la verdad que dejamos de herencia no sólo afectan y tienen consecuencias positivas y negativas para nuestro entorno más próximo, sino que las actitudes de cada yo individual dan forma a la sociedad en la que vivimos y lo que es más importante y peligroso, en la que vivirán nuestros descendientes. Por este motivo, murámonos todos en vida al menos una vez, mirémonos amortajados al espejo de la verdad, sonriamos o lloremos mientras vemos la película de nuestra vida, para que cuando salga el rótulo de ‘Continuará…’, volvamos a la vida, pero con una ventaja que no tuvimos al salir de las entrañas de nuestras madres, y es que ya sabemos lo que nos gustaría hacer antes de morirnos y que por suerte, todavía estamos a tiempo de realizar. Eso sí, sin olvidar que en nuestro armario sigue esperando la mortaja que tarde o temprano cubrirá nuestro cuerpo para siempre, por lo que hasta ese momento vivamos de tal manera que llegado el momento dicha mortaja sea el traje de fin de fiesta de una gran vida.
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