Memoria de la nieve
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OPINIóN IR
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Memoria de la nieve
«Anoche Isaac apagó la lumbre, cerró el portón dejando la llave adentro y decidió mudarse a la campera del final del pueblo, en la cuesta que sube a la Era del Campo. Isaac, el guardián de Las Muñecas desde hace más de tres décadas, con esa puerta cerró también una generación completa, dejándonos a todos los hijos del pueblo, huérfanos de todos los padres. Hasta todas las siegas, Isaac. Hasta todas las nieves» (25. 09. 2019)
Cada uno a su manera. Esta fue mi forma de anunciar hace tres años que Isaac, al sentir el frío de un invierno prematuro metido en sus huesos, supo que era tiempo de emigrar. Que el hombre que jamás abandonó su pueblo dejase las madreñas a la puerta, las avellanas sin recoger y la leña a la intemperie, nos hizo suponer que el viaje era urgente. No fuimos en su busca porque sabíamos que volvería. Y ocurrió. Unos días después de su funeral, su vida fue desgranada en este mismo periódico, trenzando su historia con la de ‘La lluvia amarilla’ porque su idilio con la soledad de los inviernos, salvo algunos matices, ya había sido escrita por Julio Llamazares. Dadas las fechas, y porque nadie le vio por los caminos, en aquel texto le imaginábamos perdiéndose en el fondo del aire, entre cualquier bandada de golondrinas, para acabar regresando al pueblo, sobrevolando las chimeneas deshabitadas y anidando en nuestro pequeño cementerio.
Esta semana se han cumplido tres años de su vuelo y como suele ocurrir cuando las cosas pasan a ser recuerdos, las dimensiones desaparecen y la medida del tiempo se vuelve blanda. Ahora que Isaac ya es recuerdo y su vida hizo masa, están a la misma distancia aquel joven de siegas, ordeños, mina y poda de negrillos, que el hombre sereno de fuerzas mermadas, con cuatro vacas y dos huertos para ir tirando, aferrado a su tierra porque no había hijos que le obligasen a abandonarla, en busca de un futuro para ellos. Así fue como, sin pretenderlo, se convirtió en el guardián de los inviernos, porque en verano era un vecino más de un pueblo que ayer le rindió un íntimo homenaje.
En más de una ocasión, he definido a mi madre como ‘regazo’ y he contando lo fácil que resultaba dormirse siendo niña, sabiéndola allá abajo, sentada junto a la lumbre, recosiendo lo cosido mientras custodiaba la puerta del mundo. Una imagen que ahora se ha pegado a la figura de Isaac, recordando lo cómodo que era venirse a la ciudad sabiéndolo siempre allí, sentado junto a la misma lumbre de distinto invierno, rumiando lo vivido, hablando con Bernardina lo mil veces hablado y custodiando nuestra tierra. Qué fácil era, cuando anunciaban nevada y la pereza aún no nos ataba al sofá, salir corriendo a su encuentro, porque la nieve siempre estaba con ellos. Y qué cálida nos hacía la llegada aquella eterna vedija de humo indicándonos el camino a su cocina que, como una madre, acabó siendo regazo y cobijo, punto de encuentro y nexo de unión de un pueblo. Él, con la puerta y la risa abiertas de par en par y ella, afanándose en poner la hogaza y el chorizo en la mesa. Y después nos íbamos, dejándolos sin más compañía que el frío revoloteando alrededor de su casa, intentando templarse en los únicos paredones calientes, mientras la nieve y su fiel Leal hacían guardia, acostados bajo la ventana. Nadie sabe cómo ni cuándo nació aquel ritual de entrar a saludar y despedir a Isaac y Bernardina cada vez que se visitaba el pueblo, pero ha sido una costumbre cumplida a rajatabla desde hace décadas, sintiéndoles como anfitriones de nuestra tierra.
Casualmente, ahora que la gente frecuenta más el pueblo, el invierno se hizo cómodo y las nevadas remolonas. La cabeza se lo atribuye al cambio climático y el corazón dice que no, que bien sabe la nieve lo que se hace y se resiste a caer sin tener quien vaya dejando un reguero de agujeritos sobre ella, de la casa al corral, del corral a la huerta y de la huerta a casa, mientras las madreñas duermen en la hornera.
Nunca un hombre sin hijos dejó tanta orfandad en un pueblo que, aun sabiéndose en deuda, no se lo había reconocido lo suficiente. Por todo esto, ayer, los vecinos de Las Muñecas hemos rendido un homenaje a Isaac, que de niños nos contó que «de bien nacidos es ser agradecidos». Y qué mejor forma de complacer a quien no quiso nada que no brotase entre aquellos montes, que un hijo del pueblo, Domingo del Blanco, oficiase la misa y bendijese la placa que se ha puesto a la puerta de su casa, con la asistencia de vecinos y del alcalde del Ayuntamiento de Valderrueda, cargo que un día desempeñó el propio Isaac. Puede resultar extraño, en un mundo tan grande y ostentoso, que en un lugar recóndito se rinda tributo y gratitud a un hombre por el simple hecho de no haber abandonado su lugar de nacimiento. Pero así fue. Y de forma inevitable, estuvieron presentes las lumbres y la nieve que acompañaron al dueño del invierno. Tan inevitable como que su nombre se asocie de nuevo al de Julio Llamazares, porque hacer algo en memoria de Isaac, es hacerlo en ‘Memoria de la nieve’. Sin más título posible.
Cada uno a su manera. Esta fue mi forma de anunciar hace tres años que Isaac, al sentir el frío de un invierno prematuro metido en sus huesos, supo que era tiempo de emigrar. Que el hombre que jamás abandonó su pueblo dejase las madreñas a la puerta, las avellanas sin recoger y la leña a la intemperie, nos hizo suponer que el viaje era urgente. No fuimos en su busca porque sabíamos que volvería. Y ocurrió. Unos días después de su funeral, su vida fue desgranada en este mismo periódico, trenzando su historia con la de ‘La lluvia amarilla’ porque su idilio con la soledad de los inviernos, salvo algunos matices, ya había sido escrita por Julio Llamazares. Dadas las fechas, y porque nadie le vio por los caminos, en aquel texto le imaginábamos perdiéndose en el fondo del aire, entre cualquier bandada de golondrinas, para acabar regresando al pueblo, sobrevolando las chimeneas deshabitadas y anidando en nuestro pequeño cementerio.
Esta semana se han cumplido tres años de su vuelo y como suele ocurrir cuando las cosas pasan a ser recuerdos, las dimensiones desaparecen y la medida del tiempo se vuelve blanda. Ahora que Isaac ya es recuerdo y su vida hizo masa, están a la misma distancia aquel joven de siegas, ordeños, mina y poda de negrillos, que el hombre sereno de fuerzas mermadas, con cuatro vacas y dos huertos para ir tirando, aferrado a su tierra porque no había hijos que le obligasen a abandonarla, en busca de un futuro para ellos. Así fue como, sin pretenderlo, se convirtió en el guardián de los inviernos, porque en verano era un vecino más de un pueblo que ayer le rindió un íntimo homenaje.
En más de una ocasión, he definido a mi madre como ‘regazo’ y he contando lo fácil que resultaba dormirse siendo niña, sabiéndola allá abajo, sentada junto a la lumbre, recosiendo lo cosido mientras custodiaba la puerta del mundo. Una imagen que ahora se ha pegado a la figura de Isaac, recordando lo cómodo que era venirse a la ciudad sabiéndolo siempre allí, sentado junto a la misma lumbre de distinto invierno, rumiando lo vivido, hablando con Bernardina lo mil veces hablado y custodiando nuestra tierra. Qué fácil era, cuando anunciaban nevada y la pereza aún no nos ataba al sofá, salir corriendo a su encuentro, porque la nieve siempre estaba con ellos. Y qué cálida nos hacía la llegada aquella eterna vedija de humo indicándonos el camino a su cocina que, como una madre, acabó siendo regazo y cobijo, punto de encuentro y nexo de unión de un pueblo. Él, con la puerta y la risa abiertas de par en par y ella, afanándose en poner la hogaza y el chorizo en la mesa. Y después nos íbamos, dejándolos sin más compañía que el frío revoloteando alrededor de su casa, intentando templarse en los únicos paredones calientes, mientras la nieve y su fiel Leal hacían guardia, acostados bajo la ventana. Nadie sabe cómo ni cuándo nació aquel ritual de entrar a saludar y despedir a Isaac y Bernardina cada vez que se visitaba el pueblo, pero ha sido una costumbre cumplida a rajatabla desde hace décadas, sintiéndoles como anfitriones de nuestra tierra.
Casualmente, ahora que la gente frecuenta más el pueblo, el invierno se hizo cómodo y las nevadas remolonas. La cabeza se lo atribuye al cambio climático y el corazón dice que no, que bien sabe la nieve lo que se hace y se resiste a caer sin tener quien vaya dejando un reguero de agujeritos sobre ella, de la casa al corral, del corral a la huerta y de la huerta a casa, mientras las madreñas duermen en la hornera.
Nunca un hombre sin hijos dejó tanta orfandad en un pueblo que, aun sabiéndose en deuda, no se lo había reconocido lo suficiente. Por todo esto, ayer, los vecinos de Las Muñecas hemos rendido un homenaje a Isaac, que de niños nos contó que «de bien nacidos es ser agradecidos». Y qué mejor forma de complacer a quien no quiso nada que no brotase entre aquellos montes, que un hijo del pueblo, Domingo del Blanco, oficiase la misa y bendijese la placa que se ha puesto a la puerta de su casa, con la asistencia de vecinos y del alcalde del Ayuntamiento de Valderrueda, cargo que un día desempeñó el propio Isaac. Puede resultar extraño, en un mundo tan grande y ostentoso, que en un lugar recóndito se rinda tributo y gratitud a un hombre por el simple hecho de no haber abandonado su lugar de nacimiento. Pero así fue. Y de forma inevitable, estuvieron presentes las lumbres y la nieve que acompañaron al dueño del invierno. Tan inevitable como que su nombre se asocie de nuevo al de Julio Llamazares, porque hacer algo en memoria de Isaac, es hacerlo en ‘Memoria de la nieve’. Sin más título posible.