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Los peces en el río

03/10/2021
 Actualizado a 03/10/2021
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La noticia provoca escalofríos: aparte la iluminación urbana, que deslumbra desde la bajada del Cebreiro, Vigo instalará una megafonía en las calles destinada a emitir villancicos durante tres meses, de noviembre a enero. «Coincidiendo con las fiestas», afirman ufanos. Además, el ‘servicio’ de los 430 altavoces ha sido contratado para los años 2021 a 2024. El horror, que decía Brando.

Bien mirado no es de extrañar que el alcalde de esa ciudad sea considerado un visionario, aunque nunca he tenido claro si esa palabra se refiere a alguien con visión o con visiones. El centro de las ciudades se comporta cada vez más como un tablao, un belén, un circo, un teatro, un circuito… Ya me entienden. Y los ciudadanos han de soportar el espectáculo quieran o no. Algo como las funciones escolares: tú solo quieres ver los cinco minutos del crío tuyo, pero te tienes que merendar las dos horas y pico de los demás.

Antes de la pandemia ya era difícil un recorrido urbano cualquiera sin resultar arremetido o acorralado por tal o cual celebración, festividad o manifestación en un número de días al año suficiente como para celebrar en la intimidad los días ‘normales’, la trivialidad como ‘new black’. Por el centro de la ciudad, a veces la yincana es a cara de Rambo y machete interdental. Mucho quitar coches para después llenarlo todo de maceteros, veladores, desfiles, estatuillas, romerías y trenecitos. La pandemia alivió este desasosiego una buena temporada (algo bueno había de tener), pero ahora que al fin declina, se siente un tremor orográfico callejero provocado por los muy distintos y apretados eventos llamados a invadir con saña y ansia bienal los espacios públicos. De poco sirve que tales festividades cuesten un ojo de la cara del contribuyente (en Vigo unos doscientos mil eurazos), de poco que se repitan y vulgaricen, de poco que no respondan a su denominación, origen o cometido.

El próximo año, entre papones y demás embozos vamos a tener que expatriarnos al pueblo, donde el proverbial vacío español consuela al menos a los urbanitas ligeramente sociópatas y gentes con agorafobia ‘slim fit’. Como está de moda ser negacionista, no ha de importunar una confesión de preferencia hacia manifestaciones –culturales o no– de tipo no invasivo, a las que acudir voluntariamente y celebradas en un recinto, de pago o no. Uno no molesta a nadie y se supone que el asistente está allí porque le da la gana, nadie le obliga. Eso conforta y hace mucho por la convivencia. Sin embargo, prosigue la ocupación –«no violenta» en beatífica expresión– de aceras, plazas y paseos. Luego renegamos con aspaviento del botellón, cuando no es sino la ancestralísima ceremonia comunitaria del alcohol sin pasar por la caja registradora del establecimiento y el negociado municipal correspondientes. Además, la música que ponen no será peor que los villancicos del señor Abel Caballero y en materia estética no digamos.
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