07/02/2021
 Actualizado a 07/02/2021
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Ya desde la primera escena de ‘El padrino’ asistimos a la exposición del mecanismo que rige las relaciones mafiosas y la clave del ascenso del protagonista: un hoy por ti mañana por mí por encima de cualquier consideración, legal, moral e incluso parental. La familia consiste en un férreo entramado de compromisos y deberes que encumbran al que sabe mantenerlo en pie y engrasar su maquinaria. Nos conmueve ‘El padrino’, como lo hacen otras obras maestras del género (‘Uno de los nuestros’, ‘Casino’, ‘Los Soprano’...) por el drama espléndido de unas existencias narradas con voluntad shakesperiana y un punto de vista comprensivo, alejado del cine que los retrataba y retrata simplemente violentos y arrogantes, pero quizás esas perspectiva y maestría nos hagan olvidar por un momento que se trata de las biografías de unos criminales y que las cabezas de caballo son estética solo en la pantalla. No hace falta más que fijarse en la historia real de estos personajes para retomar la distancia que Coppola atraviesa.

Solo ese tipo de olvidos y la desagraciada costumbre de asociar a los partidos políticos un comportamiento similar a los grupos mafiosos podrían explicar que las últimas revelaciones del extesorero del Partido Popular, involucrando desde la fundación del mismo por Manuel Fraga hasta el último presidente de gobierno de ese color, no deriven en un escándalo de proporciones conclusivas para esa organización, tal como suele ser el final que nos propone el cine para las películas sobre esas organizaciones en una suerte de catarsis moralizante. El argumento en esta ocasión lo tiene todo: una estructura corrupta desde los orígenes encabezada por un ministro del dictador y una serie de capitostes del régimen, una sucesión de dirigentes a dedo tal para cual, una dinastía de tesoreros encargados de cuadrar las cuentas falsas con las oficiales, un grupo de donantes sombrío beneficiado por los contratos y privatizaciones de las épocas de gobierno, propietario además de medios de comunicación (alguno cercano) destinados a poner y quitar, a crear opinión ‘pública’, un poder judicial mediatizado por su negada renovación y, al fin, un grupo de policías a los que se encomienda limitar los daños que pueda ocasionar el tesorero detenido, finalmente convertido en el clásico ‘arrepentido’ que confiesa sintiéndose traicionado porque su mujer ha acabado presa. Lástima que entre esos protagonistas no encontremos ninguno con el empaque o la aparente vida interior de los actores de Hollywood y sí a gente mal encarada y soez que besa carpetas, conferencia en diferido o camina como si necesitara una cadera nueva.

Que como única justificación se aluda a que estas cosillas son ‘pasado’ no deja de recordar a cuando Michael Corleone debe hacerse cargo de los viejos asuntos de la familia, además de provocar una mueca de agrio escepticismo en cualquier ciudadano de bien.
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