Los inocentes

Se cumplen cuatro décadas de la aparición de la novela ‘Los santos inocentes’ de Miguel Delibes, magistralmente llevada al cine tres años después por Mario Camus

Bruno Marcos
15/05/2021
 Actualizado a 15/05/2021
Imagen de la versión cinematográfica de Mario Camus sobre la novela de Miguel Delibes ‘Los santos inocentes’.
Imagen de la versión cinematográfica de Mario Camus sobre la novela de Miguel Delibes ‘Los santos inocentes’.
La publicación de ‘Los santos inocentes’, de cuya primera edición se cumplen ahora cuarenta años, se vivió como un drama nacional, sobre todo con la amplificación que supuso la magistral versión cinematográfica que Mario Camus realizó tres años después con un puñado de actores en estado de gracia. Vernos en ese atroz retrato, nada menos que en 1981, era la prueba de que una maldición nos perseguía, un pasado que no se iba, el de un país brutal, sórdido y cruel, lleno de miseria, servidumbre, insolidaridad y resignación.

Fue una novela que llegaba con retraso porque la gente que sufre en ella se había escapado a las ciudades al menos veinte años atrás, pero algo de eso aún vivía, un mundo campesino que agonizaba en los recuerdos emanando sus últimos embrujos, mezclando la nostalgia con las pesadillas y cobrando una naturaleza legendaria.

En la película de Mario Camus era todavía peor: la acción no estaba arropada por las palabras, por la distancia elocuente, sino que aparecían los hechos desnudos, como antes de ser contados, como antes de ser novela, sin el pastoreo tranquilizador del narrador; como si la película, siendo posterior al libro, se hubiera hecho antes, como si fuera la misma realidad antes de ser relatada.

Parece mentira que las localizaciones del film fueran en Extremadura con tanto amanecer frío y tanta niebla… Nada más que salió la novela a los niños de la Transición nos hicieron leerla en los colegios como si quisieran decirnos: «no olvidéis que el mundo de los adultos hacia el que os dirigís no es ninguna fiesta como proclaman ahora». Ya lo sabíamos por el ‘Lazarillo’ y el ‘Buscón’, por todas las lecturas indicadas por los maestros para espabilarnos de miedo y decepcionarnos de la vida de antemano. Nuestros padres leyeron el libro y vieron la película con un silencio de duelo, como si recordasen algo que habían visto, o les habían contado familiares muy cercanos, algo de lo que habían huido. Creyeron también ellos en la educación como forma de tener un mejor porvenir. En la película Paco, el Bajo, en la primitiva casa de la Raya en la que los señoritos les tenían aislados enseñaba a sus hijos las primeras letras y, aunque se sometía a todo lo que mandaban sus amos, Delibes hizo en la novela que se rebelase, un tanto cómicamente, contra los caprichos de la gramática, porque si la cultura habría de salvarlos no podía ser arbitraria.

Aunque se ha hablado mucho de todos los personajes no cabe duda de que Azarías encierra en él mismo todo el mundo que atrapa la novela. Ese hombre disminuido que se orinaba las manos para que no se le agrietasen, que hacía sus necesidades en cualquier sitio, que corría de noche huyendo del imaginario cárabo por entre la jara para espantarlo, que cultivaba la relación con un grajo que se le posaba en el hombro… Azarías no era un loco del todo, era un loco a medias, más bien un extremo, el extremo al que puede llegar un ser humano reducido al máximo por la miseria, la servidumbre, la falta de inteligencia y educación, la soledad, el desamparo…; «un inocente», como lo describió su hermana al presentárselo a la señora marquesa.

Azarías desconfiaba de que los chiquillos estudiasen porque así no servirían ni para finos ni para brutos, y no era un animal: no se dejaba llevar por los instintos, sus cosas eran civilizadas deformaciones de la normalidad. En seres como Azarías sorprende todo, porque su vida del revés está superpoblada de cosas conmovedoramente humanas. Los sobrinos se reían de que al llegar contando al once pasase indefectiblemente al cuarenta y tres, pero siempre lo hacía igual, del once al cuarenta y tres, por método. No es que no supiera contar sino que contaba de otra forma.

La clave de ‘Los santos inocentes’ es el asesinato del señorito, ahorcado por el Azarías. El señorito, por capricho de matar, le mató a su grajeta, la milana bonita, a la vuelta de un día de caza frustrada y Azarías le colgó a él de una rama por vengar al cuervo. Azarías demuestra que no hay enemigo pequeño. No hace justicia de clase propiamente dicha porque no asesina por vengar su pobreza, asesina porque es un ser humano sin nada que ama al más feo de los pájaros con verdadera inocencia.
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