Los Fitzcarraldos

Hace poco tres artistas de nuestra ciudad, el musicoaccionista Nilo Gallego, el cineasta Chus Domínguez y el poeta Jorge Pascual, han retomado el tema del personaje de Herzog

Bruno Marcos
10/11/2015
 Actualizado a 03/09/2019
Pigmeos de Mondego (Portugal). | NILO GALLEGO
Pigmeos de Mondego (Portugal). | NILO GALLEGO
Una de las películas más raras de los primeros años 80, y eso que hubo muchas, es una de Werner Herzog en la que se cuenta la historia de un hombre, Fitzcarraldo, que quiere llevar la ópera al medio de la selva. Por si fuera poco insólito este planteamiento se añadió el hecho de que el actor escogido para representar a ese excéntrico caballero, que existió en la realidad, fue Klaus Kinski, aquel ser estremecedor cuya fisonomía, añadida a su turbulenta personalidad adornada incluso por una patología denominada coprolalia que le impelía a decir constantemente obscenidades, le hizo ideal para papeles atormentados y atormentadores. Sus interpretaciones, siempre al límite, fueron desde el conquistador Aguirre de la cólera de Dios hasta un hiperactivo y diabólico violinista, Paganini, pasando por un vampírico Nosferatu, más esperpéntico que el antiguo.

Fitzcarraldo para lograr su objetivo pone a navegar un destartalado barco de vapor pero ha de hacerlo pasar por encima de un monte talando la selva amazónica valiéndose de la fuerza de los indígenas. Las imágenes del film son espectaculares y el propio Herzog se vuelve un Fitzcarraldo rodando la aventura completa, es decir, realizándola como se dice que fue, sin ningún trucaje cinematográfico, ni efecto especial. Al final, después de hacer posible lo impensable, después de mil y un contratiempos que incluyeron los planes recíprocos de Herzog y Kinski para asesinarse, el barco cae en los rápidos y la cámara es golpeada contra las paredes y el suelo produciendo secuencias muy extrañas en las que la realidad se filtra en la ficción. Aparecen entonces planos puramente documentales que acaban por presentar el propio rodaje como la aventura real.

Hace poco tres artistas de nuestra ciudad han retomado el tema de Fitzcarraldo. Se trata del musicoaccionista Nilo Gallego, del cineasta Chus Domínguez y del poeta Jorge Pascual. Los dos primeros invitaron al tercero a actuar en la inauguración del Centro de Arte Tabakalera de San Sebastián, una de las equipaciones culturales más importantes de Europa, le vistieron con el traje blanco de Fitzcarraldo y le pasearon con los ojos vendados para que improvisara poesía.

El trabajo de estos creadores toma el impulso de las vanguardias históricas de principios del siglo XX y de las neovanguardias de los años 60 y 70 que pretendía unir arte y vida, que el arte saliera de su confinamiento habitual en el museo, la galería o la sala de conciertos. Espacios que, en origen, le concedieron autonomía respecto a otros poderes como el político o el religioso pero que acabaron por convertirse en su cárcel.

Sus trabajos giran en torno a la música de acción y la improvisación. Recorren el mundo montando orquestas colaborativas para un día compuestas por hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños y niñas. Se emplean en el luthierismo de instrumentos musicales construidos con objetos cotidianos o de desecho y producen música con aspiradores, bocinas, secadores o cualesquiera objetos liberándolos de su función habitual para abrirlos a la imaginación. Dan conciertos en un pajar, en un monte mirando al sol amanecer, en un embarcadero mientras sube la marea, de caminata por el campo, en bañador metidos en el agua de un lavadero rural, sobre una balsa flotando entre las primeras nieblas del día y lo mismo en Matadeón de los Oteros que en Berlín.

Llegar a Fitzcarraldo es reconocerse como utópicos, como soñadores con fe en que la belleza y la cultura pueden crear la sociedad. Arte o música aparecen así más claramente como universales y para todos, no sólo en su disfrute sino en el placer creador también. Alta cultura y cultura popular se acercan en acontecimientos que pierden los atributos del espectáculo para cobrar los de la fiesta.

Uno de los momentos más significativos de la película de Herzog es aquel en el que Kinski, ante el ataque de los indígenas, enciende el gramófono en la cubierta del barco y, como Orfeo a los animales, calma y encanta a los salvajes amazónicos con la voz de Enrico Caruso. El propio Caruso fue un gran propagador de la belleza, seguramente inspiración del Fitzcarraldo real, el primer cantante de ópera cercano a la gente que grabó su voz para distribuirla en discos a todo tipo de públicos y no sólo a la clase alta y aristocrática. Cuentan que, al finalizar una función en la que una multitud se había quedado fuera del teatro por estar el aforo completo, repitió la arias más importantes desde el camerino con la ventana abierta para los que se quedaron en la calle. No en vano su último concierto fue otro acto de extensión de la belleza por el mundo. Ese que dio ya muy enfermo, dos días antes de morir, en la terraza del hotel Excelsior a donde se hizo sacar el piano, para enamorar a una joven y al que fueron acudiendo, desde toda la bahía de su natal Sorrento, las barcas de los pescadores a escuchar la maravilla.
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