Lo maravilloso y lo tonto

Bruno Marcos se adentra en la figura de Amable Arias con motivo de la publicación de 'Encantamiento y desencantamiento', presentado este miércoles en la Koldo Mitxelena de San Sebastián

Bruno Marcos
14/04/2016
 Actualizado a 07/09/2019
Dibujo de la serie Clamoxyl que aparece en la reciente edición de las poesías de Amable Arias.
Dibujo de la serie Clamoxyl que aparece en la reciente edición de las poesías de Amable Arias.
Cuando se investiga con atención el trabajo artístico de Amable Arias, poco a poco, uno va siendo atraído por un fuerte magnetismo que emana con mayor intensidad a medida que uno se acerca a cosas cada vez más pequeñas. Se deja de mirar los cuadros para pasar a los bocetos y, de ellos, a los dibujos y, de ahí, a minúsculas manchas animadas por un trazo, cosas diminutas, casi cien figurillas caminando por los renglones de la hoja de un cuaderno escolar, por ejemplo, o un hombre subido en unos zancos orinando sobre una cazuela que otros tres sujetan mientras un enano ser, narigudo y alado, contempla la escena en la esquina superior, todo ello bajo la lluvia en menos de nueve centímetros cuadrados. Y, además, sobre cualquier soporte, libretas de delgadísimo gramaje o papeles de todo tipo que no tenían ya más destino que el cubo de basura, el envés de un sobre que acababa de recibir o el reverso de un rollo de la caja registradora del banco que le traía su mujer.

Si a la obra de Amable Arias le añadimos su biografía quedamos impactados. Su abandono de la escuela a los nueve años y su esforzadísimo aprendizaje autodidacta, junto al dolor físico, las secuelas, el maltrato y la pobreza, componen un relato estremecedor y fascinante. Un accidente mientras jugaba de niño entre los vagones del tren parados en una vía muerta le hizo vivir en un peregrinaje hospitalario durante años, hecho que le impidió recibir educación formal y le ató de por vida a unas muletas. Su padre, un maltratador, finalmente les abandonó cuando se habían trasladado de su natal Bembibre a San Sebastián. Allí su madre comenzó a trabajar en el guardarropa del Teatro Principal. Entonces empezó a dibujar a los personajes de las obras que se representaban y comenzó a leer en la biblioteca pública e inventó una metodología para escoger las lecturas, basada en la impresión que le causaban las fotografías del rostro de los autores.

Estoy mirando, mientras escribo esto, la magnífica edición que hicieron de diez cuadernos suyos Javier Hernando y José Luis Puerto en la exquisita colección Plástica y Palabra de la Universidad de León en el año 2007. En el prólogo a Francisco Javier San Martín no se le escapa una frase que anota el artista: "Dibujar significa rozar lo maravilloso y lo tonto. Un dibujo que sólo tenga lo tonto siempre será encantador". No sabemos exactamente a qué se refería Amable con "lo tonto" pero uno sospecha que se trata de todas esas cosas que encontramos en sus dibujos que renuncian a ser maravillosas y, efectivamente, resultan encantadoras. Fue Rimbaud el que escribió: "Ahora puedo decir que el arte es una tontería". Sin embargo lo que sirvió al francés para abandonar la poesía le sirvió a Amable para quedarse en ella, para habitar esa tontería rozando lo maravilloso.

Amable, que trabajaba en la España de los convulsos años 70, aparece extrañamente como un artista de hoy, incluso como un artista joven de hoy, fresco, irónico, imaginativo. Hay en este libro frases perdidas que, de pronto, al deshacer las arañas de su letra, se encienden en medio de una página que no iba a ninguna parte, cosas que iban a pasar desapercibidas y son mundos, por ejemplo, un garabato que sostiene la espada recortada de un naipe y nos amenaza, lánguida y cómicamente, con ella. También estáticos enigmas como una suma y una resta, solitarias en una página, mal hechas, como si quisiera decirnos que las cuentas de la vida no salen, que no nos salen a nadie.

Ahora aparece en la editorial Eolas ‘Encantamiento y desencantamiento’, una recopilación realizada por Maru Rizo, su compañera, de buena parte de los poemas que escribió y que este miércoles fue presentado en la Koldo Mitxelena de San Sebastián. Vienen los versos acompañados de una serie de dibujos y un epílogo de Rogelio Blanco. Esta poesía quedó a su muerte, ocurrida en 1984 con tan sólo 55 años, sin revisar ni corregir, sin ortografía y con una letra enrevesada, llena de abreviaturas y palabras inventadas que Maru Rizo tuvo, prácticamente, que traducir. Estos poemas están llenos de personajes y de animales y de refranes que se vuelven, juntos, historias. Hay siempre un humor ingenuo y profundo, inocente y verdadero. Muchos de esos poemas se presentan como se cuenta un sueño al despertar.

La frescura de la obra de Amable Arias brota de la espontaneidad de lo hecho sin impostura, de lo que nace sin fin predeterminado, para nada, sin idea de que pueda ser expuesto, vendido o editado. Hoy, cuando casi todo el escaparate expositivo de las artes rezuma una espontaneidad falsificada, un continuo manierismo, descubrir estas papeles inclasificables supone un hallazgo. Entre ellos su biblioteca, que ya ha sido expuesta en la Koldo Mitxelena de San Sebastián, más de 400 libros que contienen más de 2.400 dibujos, realizados sobre los textos, en los márgenes, en las páginas de cortesía o en las guardas, dibujos hechos porque sí, para sí mismo o para nadie.

Amable seguramente se ejercitó en la soledad de su postración convaleciente dibujando mundos compensatorios de ese que se le negaba, de ese que fue atroz con él, tiró de un hilo muy delgado, la imaginación, con la punta del lápiz, a perspectiva de hormiga, pegado al tablero, y tras el hilo vino todo otro mundo, uno para ser visto con lupa pero que alberga la libertad.
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