Volver a La Cabrera es volver a casa. Este octubre, después de un verano de incendios y ausencias, las escuelas de Truchas se llenaron otra vez de libros, de voces y de fuego compartido. No es una feria más. Aquí, entre montañas, la palabra se cuece despacio, se sirve con el calor de otoño y ese olor dulce a pota de chocolate que anuncia que lo bueno sucede en comunidad. Se habla en cabreirés y se escucha con la paciencia antigua de quienes saben que la cultura no se hereda: se cuida.
La Feria del Llibru de Cabreira lleva ya nueve ediciones sosteniéndose gracias al empeño del Instituto de Estudios Cabreireses y del Ayuntamiento de Truchas. Este año, el pregón corrió a cargo de Emilio Gancedo, que recordó la importancia de un servicio discreto pero vital: el bibliobús. No lleva solo libros —lleva compañía, memoria y calor humano—, y en una provincia extensa y a menudo olvidada, se convierte en un faro cultural que acompaña en los días más solitarios.
La feria reunió, como siempre, a autores y autoras, pero también a quienes dan cuerpo y sostén a la palabra escrita: Librería Arlequín, de La Bañeza; Mariposa Ediciones y La Nueva Crónica de León, con sus publicaciones que comparten una misma filosofía de defensa de la memoria, el territorio y la cultura viva. Como editora, presenté Cuentos de carbonilla —de Manuel Cortés, Laia y Lolo—, Para qué poetas —una antología que reúne algunas de las voces más brillantes de la provincia— y Nuestro mágico León, un filandón de tinta con Fulgencio Fernández, Vanesa Díez, Manilla y un puñado de mujeres maravillosas que escriben como si encendieran hogueras. También estuvo presente Una cabreiresa inocente, una obra que dialoga con la memoria y la identidad cabreiresa y que, como las anteriores, forma parte de ese territorio común que compartimos desde La Nueva Crónica.

Cada presentación tuvo un valor etnográfico que iba más allá de lo literario. Aquí no solo se habla de libros: se habla de territorio, memoria y pertenencia. Mercedes G. Rojo volvió con su proyecto imprescindible de recuperar referentes femeninos, y el cierre con la música de La Bandina Perrofláutica llenó la noche de folk leonés y comunidad. Porque en Cabrera, una feria del libro también huele a fogón encendido.
Por la tarde, uno de los ponentes habló de otra realidad que también habita estos valles: el abandono rural, ese silencio que avanza despacio, sin hacer ruido pero con hondura. Habló del vacío que dejan las generaciones que ya no están, de cómo hoy son las personas jubiladas las que sostienen los pueblos con sus manos, su memoria y su paciencia. Recordó que en una década el mapa cambiará y que, si no hay afectos ni políticas que lo frenen, ese cambio traerá consecuencias profundas. Y por eso, cada feria como esta es también una forma de resistencia.
El domingo, las actividades infantiles acercaron la literatura a los más pequeños, porque la memoria solo sobrevive cuando se transmite. Volver a La Cabrera es volver a hablar cabreirés, a sentir la raíz bajo los pies, a saber dedónde venimos. Es pertenencia, lucha y ejemplo. Es cultura que prende como lumbre en medio del vacío.
Y yo, como lectora, me vuelvo a casa con el corazón lleno y dos libros bajo el brazo: Lobos, historias y leyendas de José A. García Díez, y Manuela, de Christian Barrio. Porque en esta feria no solo se presentan historias: se siembran raíces en papel.
Gracias, siempre, a Pilar Liñán y a la gente de Truchas por abrir las puertas —de las escuelas, de las casas, de sus manos— y convertir esta feria en un filandón vivo, en un refugio que recuerda que la palabra también puede salvarnos.