A pesar de su consideración de irrefutable, el pasado es una variable fácilmente alterable en la mente de la gente. La tinta en los libros y las lentes de las cámaras tratan de fijar lo que una vez fue como lo que siempre ha sido, pero la narradora final y falible de las historias es, y siempre será, la memoria. El recuerdo es voluble, una cinta de vídeo por encima de la cual se graban tomas nuevas, un diario escrito a muchas manos, una suma heterogénea e imperfecta de momentos que nadie sabe a ciencia cierta como sucedieron y que cada uno reconstruye con los pedazos que recoge. Eso es la memoria, eso es la historia; eso es ‘Romería’.
La última película de Carla Simón nos pone en la piel de Marina, una joven catalana que vuelve sobre los pasos de su madre, la cual murió cuando ella era una niña, y viaja a Vigo, donde aquella vivió junto a su padre, para visitar por primera vez a la familia de este. A través de los encuentros con los diferentes miembros de su familia paterna, Marina va desenterrando el pasado de sus padres, uno marcado por la epidemia de las drogas que asoló la Galicia de los años 90, que sus tíos y abuelos han tratado de ocultar.
Simón hace su particularmente desgarrador ejercicio de memoria a través de su álter ego, Marina, compartiendo con su protagonista un complicado pasado familiar. Los padres de ambas fallecieron de sida cuando eran muy pequeñas y las dos se criaron en Cataluña con la familia de su madre, pero nunca dejaron de interesarse por la vida oculta de sus padres. Lo que para la directora fueron cartas escritas por su madre mientras vivía en Galicia en su juventud, en ‘Romería’ se reconvierten en un viejo diario que la madre de Marina escribía sobre la vida en Vigo con su padre, llena de sueños, amor y excesos. El tercer largometraje de la catalana cierra así un viaje introspectivo a través de su infancia, uno que comenzó con su primera película ‘Verano 1993’, recordando sus primeros años viviendo con sus tíos en la campiña catalana justo después de fallecer su madre; continuó con ‘Alcarrás’, en la que retrataba una familia campesina que bien podría haber sido la suya mientras pasaba su juventud en la Garrotxa (Gerona); y ahora finaliza con ‘Romería’, en la que su versión ficticia ya ha alcanzado la mayoría de edad y ahora echa la vista atrás, no a su propio pasado, sino al de sus padres.
Si hay algo que caracteriza al cine de Carla Simón, que con solo tres largometrajes en su haber ya se codea con los mejores directores de la historia del cine español, es su naturalidad. Las películas de esta ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín destacan por su perspectiva realista y orgánica de la vida de sus personajes, al menos hasta esta última entrega. En ellas, la cámara se vuelve invisible, un mero cerrojo a través del cual nos asomamos a los espontáneos destellos de la cotidianeidad, capturando esos momentos que no tiene más que suceder, sin añadidos ni postproducción, para que merezca la pena ser filmados. Todos hemos fantaseado alguna vez con poder grabar ininterrumpidamente cada cosa que vemos, con la esperanza de capturar uno de esos instantes en los que la vida parece rimar. Una charla con tus abuelos, una fiesta con tus amigos, una comida con tus padres, una revelación en soledad, …; es en esos instantes donde coloca su cámara Carla Simón, haciendo cine de aquellos momentos que solo habitan en nuestra memoria y que creíamos náufragos en el mar de nuestros recuerdos, pero que sus películas rescatan y exponen en toda su belleza, su crudeza y su poesía.

No obstante, con ‘Romería’ este realismo oriundo del cine de la directora catalana acaba por tornarse mágico. A pesar de conservar su estilo casi documental durante buena parte de la cinta, en su tercer acto ‘Romería’ despega del plano de la realidad que es y se adentra en el pasado que pudo ser, rozando el surrealismo. Esto puede suponer un punto de quiebre para muchos espectadores, pero la película da un salto de fe hacia lo desconocido, alcanzando una expresividad a la que solo se puede llegar por medio de la fantasía. Simón podría haber hecho lo de siempre y triunfar como nunca, pero se atreve a llevar al público consigo a través de su imaginación, brindándonos las mejores y más especiales escenas de la película, y saliendo airosa al otro lado.
Toda ‘Romería’ es un ejercicio de arqueología familiar, una investigación con más rigor ético que científico en la que la joven protagonista irá desempolvando los recuerdos de sus padres, que el tiempo y los parientes han barrido bajo la alfombra. Marina se presenta como una forastera en una tierra extraña, siempre ataviada con alguna prenda roja que contrasta vivamente con el fondo azul del mar gallego, y cada miembro de su familia paterna con el que habla le va revelando su pieza de un puzle nostálgico, aunque muchas no encajan, lo cual lleva a Marina a rellenar los espacios en blanco con su imaginación. Aunque si algo tienen en común todos los testimonios que tejen la historia de juventud de los padres de Marina, es la huella imborrable de la heroína, y la consiguiente enfermedad que terminó aquella tan abruptamente. ‘Romería’ ilustra el furor efímero y el terrible legado de las drogas que consumieron a Galicia cuando esta era el señorío del narcotráfico. Por aquel entonces, el sida que no solo entrañaba la muerte de tu cuerpo, sino el enclaustramiento de tu recuerdo, manchado por la sangre que brotaba de las agujas, y que las familias escondían pudorosamente, dejando de ti poco más que un eco, el cual resonaba en anécdotas breves y diarios viejos.
Con todo y con eso, ‘Romería’ se consolida como la propuesta más intrépida de Carla Simón, una vuelta de tuerca a su realismo castizo para adentrarse, aun de manera conservadoramente breve, en el mundo de los sueños, donde su estilo alcanza nuevas cuotas de originalidad y expresionismo que, sin hacer de esta necesariamente su mejor película, puede suponer el punto de partida para la próxima etapa de su carrera autoral. Y, en mi caso, estoy deseando ver que viene después.