Veneros y la vieja senda de los mineros

El poblado minero de Veneros y la senda que hasta él llevaba son él último destino antes del descanso estival. Hasta allí nos conduce Javier Cuesta, técnico de Cultura en el ayuntamiento de Mansilla y, sobre todo, hijo del pueblo y defensor de Veneros

Fulgencio Fernández
05/07/2021
 Actualizado a 05/07/2021
Hacia la mitad de la altura de esta ladera discurre la vieja senda de los mineros, aquella surcada cada amanecer camino del pozo por los mineros de la zona.
Hacia la mitad de la altura de esta ladera discurre la vieja senda de los mineros, aquella surcada cada amanecer camino del pozo por los mineros de la zona.
En el año 2009 nos ‘sorprendió’ el ganador del concurso de relatos que convocaba nuestro colega el Diario de León: el leonés Francisco Javier Cuesta Bayón, con el relato titulado ‘Negra senda inmóvil’. Sorprendió por no ser un habitual de los concursos pero la sorpresa fue relativa pues éramos muchos, sobre todo viejos compañeros de La Crónica, los que sabíamos de su pasión por la literatura, el buen gusto al escribir pero también su militancia casi enfermiza en el anonimato, en hacer mucho y bien pero si no se notaba que lo hizo él,mejor.

Contó en aquella ocasión que el relato era una especie de necesidad de contar una historia que tantas veces había escuchado en su pueblo, Veneros, los sucesos de sus famosas minas y el desaparecido poblado, un mundo duro y oscuro que ‘enfrentaba’ en su relato a la brillantez y belleza que encarna la poesía.

Tenía Cuesta, en la actualidad técnico de Cultura en el Ayuntamiento de Mansilla, un doble sentimiento antes de llevarnos a su rincón, a su tesoro. De un lado esa afición por no aparecer, no figurar, y de otro nuevamente la necesidad de decir algo así como «Veneros existe, y la historia de su poblado».

- ¿Iremos a Veneros?
- Habrá que ir, a su desaparecido poblado minero, a los parajes que ahora lo ocupan, a la memoria de los personajes que vivieron en mi infancia. Es decir, hablo de oídas pues no conocí la época en la que Veneros bullía vida, apenas recuerdo a los últimos mineros de noche y bajo la lluvia o la nieve muchas veces, en dirección al tajo en el pozo de San Pedro.Fueron mis primeros héroes y, por ello, tal vez exagere, pero así lo recuerdo.
- ¿Aquellos mineros recorrían lo que para siempre se llamó la senda de los mineros?
- Así es. Aquella hilera de lucecitas que me sobrecogía al imaginar la valentía y la dureza de aquellos hombres que venían desde los pueblos del otro lado del monte, de La Devesa y Las Arrimadas, por un sendero que habían diseñado con sus botas y sus pisadas, desde Solmonte hasta las minas,se llamaba precisamente la Senda de los mineros y todavía hoy es visible para los lugareños que sabemos por dónde va marcada.

La senda de los mineros recuerda aquella hilera de lucecitas por el monte, de noche y bajo la lluvia o la nieve hacia el tajo. La trazaron con sus botas y con sus pisadas cada díaEstamos en el monte de Veneros, que oficialmente se llama de La Cuesta o Los Chozospero que los vecinos siempre le han dado el nombre de su pico más alto, Las Rozas (1.262 metros). «Por ser el más elevado lo eligieron para colocar el repetidor de la televisión, mirando a Matadeón, como todos. Había que cambiarlelas pilas de esa antena cada pocos meses y de esa tarea se encargaba un hombre de La Ercina, Pedro ‘el de las teles’, que llegaba a media tarde y tenía que subir a pinrel todo el monte hasta el pico de Las Rozas, cargado con las baterías. En una de aquellas excursiones los chavales nos animamos a seguirle alegremente, atrevidos e inocentes, en un trayecto que suponía varias horas, y volvimos al pueblo tarde, casi de noche. Ignoro en qué acabó para los demás niños la ocurrencia: a mí me generó unos azotes paternos al llegar a casa; y a la cama derechito. Después mi madre se encargaría de suavizar el castigo y si aquel guaje hubiese apellidado Proust quizá de aquella experiencia hubiera surgido En busca del tiempo perdido o algo así, aunque sin cena ni magdalena. En cambio enmi caso lo único que va a quedar es este recuerdo».

- ¿A qué lugar concreto de este monte nos llevarías?
- Si fuera posible al roblón, un enorme roble centenario que se convirtió en el símbolo del pueblo, a falta de otros iconos llamativos. Un mirador natural desde el que se veían allá abajo los viejos lavaderos de carbón, el economato, las casas de los capataces o el Poblado minero de Los Cuarteles, aquel mazacote postizo de medio centenar de viviendas (ya desaparecido) que construyó la empresa Hulleras del Oeste.
- Has dicho si fuera posible.
- Es nuestro sino, acudir al lugar ‘donde estaba’ porque en nuestros pueblos casi nada sigue estando. Hace varios años un incendio lo dejó chamuscado, pero su sombra redonda sigue existiendo, ahora alargada, siquiera sea en el rótulo de la ‘Asociación cultural El Roblón’ de Veneros, que también se va chamuscando con el tiempo.

Nos contaban la historia de Jesús el pastor. Un día no regresó y lo encontraron muerto a la entrada de un pozo, junto a su perro muerto. Entró a salvarlo y el gas los mató a los dosEl nombre de Veneros estuvo mucho tiempo ligado a las minas, a su poblado minero... y como en todos estos lugares no faltan historias vinculadas a esa dura vida. Javi Cuesta se queda con una de ellas. «Por debajo del Roblón, más cerca del pueblo, en el camino que bordea la llamada vega de La Madre, están los restos del pozo de La Antonia, un chamizo del que se extrajo hulla y en el que ocurrió un hecho infausto, hace casi seis décadas. Allí se mató Jesús el pastor, un tipo bonachón, chaparro y bromista, que siempre fue el pastor de la vecera comunal del pueblo, muy querido por los vecinos. Ocurrió un día de invierno en el que quería nevusquear. Las ovejas llegaron solas y cada atajo enfiló hacia su corral, enseñadas como estaban por el buen pastor. Jesús no llegó a casa pero su familia pensó que se habría quedado en la tasca a refrescarse, como tantos días. Sin embargo, a la mañana siguiente cundió la alarma y los vecinos salieron a buscarle por el monte. A la boca de La Antonia lo encontraron; su perra allí aullando, su otro perro muerto a su lado, Jesús intentó salvarlo y lo arrastró unos metros pero el grisú los asfixió a los dos». Y contaban cómo lo bajaron hasta el pueblo sobre una escalera, y quienes allí estaban «dicen que la perra, Chula, venía en silencio y debajo del cuerpo de su amo, al mismo paso cadencioso que los hombres que lo traían. Del pozo traidor, cuya boca abierta mantiene vivo el recuerdo de aquel suceso, sigue manando un hilo de agua amarillenta, ferruginosa (forroñosa, dice nuestro diccionario particular)».

Justo enfrente del pueblo llaman la atención en el monte unos enormes chopos, que no parecen muy propios de esa zona y que son testigos de la memoria de otro recordado personaje. «Le llamamos las plantas de Conrado, que fue quien las plantó, un tipo singular, un personaje al parecer curioso, que hablaba poco y mal, algo tartaja, andaba también mal, como derrengado, y vivía sólo con su madre. Esos tipos de antes, esos tipos de los pueblos. Cómo y porqué y para qué plantó allí esos chopos tan arriba, es un enigma; pero la realidad es que se hicieron enormes».

Y cree Javier Cuesta que no puede cerrar el repaso del viaje a los recuerdos ligados al monte sin recordar la Caseta del tío Pepe, al que llamaban ‘El tío Caliente’. «Es que repetía esa expresión a menudo: “recoño, qué calentín se está aquí”. El tío Pepe era corneta de la línea de baldes y vigilaba las vagonetas que transportaban el carbón desde la mina hasta el ferrocarril de La Robla, en la estación de carga en La Losilla. Los baldes de acero llenos de carbón circulaban sobre una línea de cables y caballetes de madera repartidos a lo largo de nuestro monte, accionado todo por una máquina de vapor. Cuando uno de los baldes chocaba, descarrilaba y se derramaban sus doscientos kilos de carbón, el tío Pepe avisaba con su corneta para que todo el tranvía aéreo se parase hasta arreglar la avería. Por eso el vigilante debía estar siempre en su puesto y por eso el tío Pepe adiestró a su perro de nombre Gilpara que le llevase en un cesto la comida que le preparaba su mujer, la tía Gregoria, desde casa hasta su caseta en mitad del monte».

- Ya conocemos el monte, ¿y Veneros?
- El pueblo mira de cara a esa montaña, un puñado de casas juntitas que forman un pueblo: Veneros. Sus escasos vecinos miran cada día el monte, a veces casi sin verlo como ocurre con las cosas que tenemos siempre cerca aunque sean espectaculares (como nos pasa por ejemplo a los leoneses con la magnífica Catedral). Ya hemos dicho: muchas cosas han desaparecido. Vale. Pero del pueblo y del monte todavía hablamos en presente: siguen ahí.
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