La compañía recuperaba así el montaje de la neoyorquina Francesca Zambello (1956), responsable de la Washington Opera desde 2011, cuando relevó a Plácido Domingo. Ganadora del premio Olivier de teatro, es una habitual del Metropolitan, el Bolshoi, París o La Scala, así como directora de musicales en Broadway. Su propuesta, actualizada por Constantine Costi, sitúa los acontecimientos en el glamour de los años 50, con tres elementos esenciales: un inmenso escenario despejado –30 metros de largo y otros 30 de ancho–, una luz de neón de fondo que representa la silueta de los edificios de París, y sobre todo una lámpara de araña gigante que parece flotar. Pesa tres toneladas y media y la componen más de 10.000 cristales.

En cuanto al elenco, sobresale una entregada Stacey Alleaume, joven soprano australiana de origen mauritano: su bello tono, su versatilidad, su facilidad para el agudo y su técnica siempre están al servicio de la verdad y la emoción. Excelentes sus dúos con el barítono Honeyman como Germont padre. La batuta del reputado Brian Castles-Onion se encarga de que todo –cantantes y orquesta– suene como un bloque unitario, algo nunca garantizado al aire libre.
Con ‘La traviata’, estrenada en la Fenice veneciana en marzo de 1853 (apenas dos meses después de que 'Il trovatore' viese la luz en Roma), el ya cuarentón Giuseppe Verdi se zambullía en su etapa de madurez. El libreto de su fiel Francesco Maria Piave profundizaba más que nunca en el perfil psicológico de los personajes, a partir de ‘La dama de las camelias’, de Alejandro Dumas hijo, sobre la cortesana parisina Alphonsine Plessis. El compositor insistió en que la trama tuviese una ambientación contemporánea: pretendía escandalizar a la audiencia. Y también zarandearla con una partitura inolvidable, llena de pasión y tragedia.