Cuando casi todas las grandes obras arquitectónicas se paralizaron por la crisis quedando a medio hacer, como esqueletos alegóricos de un futuro que ya no iba a ser, en un diminuto pueblo del noroeste peninsular se empezó a dibujar el croquis de un edificio sin precedentes, un espacio destinado a ser el corazón que diese pulso a un territorio agonizante, aquejado, durante lustros y decenios, del mal de la despoblación.
Un grupo de profesionales, joven e infatigable, que llevaba años laborando para que ningún aspecto de la cultura dejase de llegar al marco geográfico de su jurisdicción, ya fuera el arte contemporáneo, la fotografía, la música, la etnografía, la educación, la botánica, la geología o la arqueología entre otros, un equipo que ha estado trabajando en la sombra, huyendo de los focos, del protagonismo, de los titulares, eludiendo el intercambio de visibilidad a cambio de publicidad, ha logrado que el milagro se obre. El milagro ha sido conseguir trasladar, desde el mundo de las ideas, el impulso de un filántropo por el desarrollo cultural de su lugar de origen a la realidad. Su materialización plena se produce al volverse sólido ese futuro soñado con la inauguración del edificio que la Fundación Cerezales Antonino y Cinia presenta estos días.
El edificio que se inaugura el 9 de abril es ajeno al escaparatismo arquitectónico de las últimas décadas, quien se acerca a la gran obra no la percibe hasta que está a pocos metros de ella. Su impacto visual en la naturaleza y en el trazado del pueblo que lo alberga es prácticamente cero. Su sistema energético está basado en geotermia extrayendo calor del subsuelo y está a la vanguardia mundial de sostenibilidad, se trata de uno de los edificios que tendrá menos huella de CO2 de Europa. Antes de su inauguración ha sido visitado por expertos para estudiarlo y ha ganado el primer premio a la Construcción Sostenible de Castilla y León. Se están planteando abrir sus salas de máquinas a visitas especializadas para no desperdiciar ningún resquicio al conocimiento que puedan propagar.
Desde el punto de vista arquitectónico el edificio diseñado por Alejandro Zaera, cuyo prestigio internacional viene en alza desde la construcción del puerto de Yokohama en Japón, tiene cinco naves de planta rectangular, casi paralelas, más de tres mil metros cuadrados con los pies y la cabecera abiertos a norte y sur mediante grandes vidrios que dejan ver las arboledas y el campo hasta el horizonte. La cubierta a dos aguas tiene, en las tres naves centrales, la cumbre cortada en un largo vano. Desde el interior se tiene la plena sensación de estar en la naturaleza con bosques a ambos lados y el cielo arriba, presente a través de la larga claraboya.
La impresión es de ligereza extrema, el edificio está hecho al completo con madera de alerce de los Pirineos, procedente de bosques no sobreexplotados, con trazabilidad ecológica, y parece posado sobre el suelo en lugar de cimentado.
Posee una gran escala interior para un edificio que, desde fuera, se percibe mucho más pequeño y no destaca, adaptado a pueblo y paisaje, en parte porque en sus muchos ventanales vemos los robledales reflejados.
Situado el visitante en el centro de una nave apenas tiene la sensación de estar dentro de una arquitectura y, sin embargo, se crea un lugar especial, distinto a un museo y distinto a la naturaleza, un espacio mediador entre ambos.
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Actualizado a
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