Estos días el pasado ha vuelto a regresar, ha aparecido el libro que recoge la historia de la galería leonesa
Tráfico de Arte, un periodo de 17 años en el que su actividad superó lo propiamente artístico para convertirse en una experiencia vital capaz de crear una comunidad y extenderse por la ciudad, la calle y la naturaleza. Los artistas de las vanguardias, que tanto buscaron introducir la vida en el arte, y los de las neovanguardias, que hicieron lo siguiente queriendo sacar el arte a la vida, no pudieron sospechar que un grupo de jóvenes entusiastas llevasen tan lejos aquellos utópicos deseos en una ciudad del noroeste de España, inmersa en la decadencia progresiva y paralizada en la contemplación de su propio pasado.

El libro que ahora se presenta es un archivo extenso, un catálogo, una enumeración de la actividad que muchas veces parecía desenfrenada, excesiva en los últimos años, sin los suficientes filtros, como de quien corre en la propia estela de sí mismo embrujado por la acción más que por el sentido. Este volumen es el fruto de un trabajo ímprobo del comisario, Jesús Palmero, que ha optado por hacer lo contrario a lo que debe hacer un comisario, escoger; ha preferido describir, catalogar, archivar con los mínimos olvidos posibles, historiar algo que estaba desordenado, perdido, fragmentado. Había una desesperación final que bloqueaba la elaboración de un relato de aquello, no sólo el fracaso por éxito, la ruina económica, la enfermedad, sino una fuerte resistencia a que todo eso fuera definitivamente pasado, a que su resumen, su historia, fuera una lápida. Palmero, con sus propias palabras, se declara en deuda con aquella época pero es ahora esa época la que está en deuda con él. Poner en la mesa del presente aquellos años deja a la actualidad devaluada, no sólo porque entonces éramos enteramente jóvenes sino porque el país también lo era, porque los años nos han hecho defraudarnos de nuestras ilusiones, porque el cinismo, el escepticismo y el utilitarismo han borrado el dibujo de nuestra inocencia pasada para hacer encima un garabato ridículo. Casi todos los artistas de aquella escena han dejado la escena aunque han seguido existiendo salas de arte, galerías o museos, pero no es lo mismo.

Dice en este libro
Manuel Olveira, anterior director del MUSAC que acogió este proyecto, que lo de Tráfico de Arte fue un «butrón» en el mundo de la cultura por el que se coló un grupo numeroso de personas para hacer lo necesario, a nivel individual y colectivo, en un estado de carencia «sin preguntar dónde estaba la puerta de entrada ni quién era el portero para hacerse hueco en el mundo del arte (…) construyeron su propio espacio real y simbólico». Incide el profesor de Historia del Arte de la Universidad de León Roberto Castrillo, en su escrito, en que la galería de Carlos de la Varga postergó la tradicional función de venta de obras de arte para tomar «el arte como filosofía de vida y no como negocio de vida». El profesor y crítico, Fernando Castro, miembro del comité asesor del Museo Reina Sofía de Madrid, deja por escrito en este libro que le «impresionó la extrema radicalidad de los artistas y el coraje del galerista que defendía planteamientos claramente anticomerciales», algo que no tenía igual en toda España y que ponía en evidencia el centralismo cultural del país.
Olveira, sitúa a Tráfico de Arte entre lo mitológico, usa el símil de Hiperbórea, el lugar más al norte para los antiguos griegos a donde iba periódicamente Apolo a rejuvenecer. Tal vez este esfuerzo por pensar lo que fueron aquellos años sea, en efecto, una oportunidad única para darnos cuenta de lo viejo que se está haciendo el futuro, y que debemos rejuvenecer.