Existen dos maneras muy diferentes de acceder a un buen puesto de trabajo en la Administración. O bien opositas directamente en pos de una plaza importante, pongamos por caso, a inspector de Hacienda o a abogado del Estado, o bien optas por una plaza asequible, de administrativo o de auxiliar, para, con paso firme y vía promoción interna, ir escalando en las empinadas y difíciles cumbres de la cordillera administrativa.
Lo mismo ocurre en el ámbito de la Literatura. Los hay quien, de buenas a primeras, deciden poner toda la carne en el asador y, sin complejos de ningún tipo, se lanzan a cocinar una primerísima novela con la intención de dar una sonora y mediática campanada, lo que, si soy sincero y en la mayoría de las ocasiones, suele traer aparejado un resultado sazonado de más con los pecados propios de la inexperiencia, y los hay quien, de manera más pausada y humilde, prefieren enfrentarse primero con los guisos tradicionales de la narrativa breve, relatos y cuentos, para, una vez dominados estos, dar el gran salto a la ‘haute cuisine’ y preparar, ahora sí, a fuego lento y controlando ingredientes y tiempos, una novela inicial que sea digna de toda una estrella Michelin.
Esto último es lo que ha hecho José Ignacio García (San Sebastián, 1965). Tras tres décadas de trabajo duro dando a luz diversas y galardonadas compilaciones de relatos, entre las que cabría alabar ‘Entre el porvenir y la nada’, con la que se hizo con el premio Miguel Delibes de narrativa en 2009, ‘El cuento que quisiera escribir contigo’ o ‘Algunas historias no sirven para escribir canciones de amor’, nos presenta por fin, en esta lluviosa primavera cargada de novedades literarias, su primera novela publicada por la elegante y siempre solvente editorial cántabra Valnera Literaria, que ya cuenta entre sus filas con firmas tan singulares y reputadas en el panorama literario como la de Ignacio Sanz o la del difunto José Antonio Abella, a quien, con cariño de discípulo, está codedicada esta primera incursión de José Ignacio García en la narrativa larga.
Es ‘El vuelo de los delfines’ una novela caleidoscópica. Un relato múltiple y trenzado con mano de sastre, donde cada personaje, ya sea hombre o mujer, se enfrenta a su propio destino. No hay un único protagonista como tal, una auténtica estrella que eclipse a las demás, pues su autor aborrece de la clásica distinción entre principales y secundarios y es más que consciente de la importancia que posee la intrahistoria de cada personaje, por pequeño que este parezca, para hilar una verdadera Historia en mayúsculas, que sea representativa de y en nuestro tiempo.

Sin ningún tipo de pudor, se demora García en la descripción psicológica de cada uno de los personajes, salpimentando su relato con pequeños guiños autobiográficos y homenajes sinceros que no pasarán desapercibidos a los más avezados lectores. Y así, imbuidos en ese estilo tan característico y peculiar que a lo largo de los años ha ido construyendo su autor a base de hilvanar relatos y cuentos, en los que, por su propia idiosincrasia, era necesario dejarse la piel a cada frase, en donde cada palabra sumaba y en la que el éxito narrativo dependía del adjetivo escogido a cada ocasión, iremos desovillando en cada capítulo de esta novela coral las vicisitudes que ocupan y preocupan a Julián, Estrella, Lluvia, Yoli, Selma, Ángel, Noemi (sin acento en la i), Leo, Desi, Moi o Loyola, por citarlos a todos en riguroso orden de aparición.
Cada lector tendrá, estoy seguro, su personaje favorito. Habrá quien espere expectante qué le depare el futuro al bonachón de Leo, un pintor de brocha gorda que parece pintar más bien poco en la vida de su mujer, a Selma, peluquera y madre, que tras los cuernos de su marido se ve obligada a torear en plazas desconocidas hasta la fecha para ella, o a Estrella, la directora de una sucursal bancaria, que, a pesar de su éxito laboral, ha firmado una doble y gravosa hipoteca, la de unos padres mayores y la de un marido celoso y pusilánime. Yo, por mi parte, si he de decantarme por alguno de sus personajes, lo haré sin duda por la poliédrica Lluvia, mujer libre y sin par, adicta al sexo y a los tatuajes y cuyo nombre polisémico aparece también en el título del libro extraviado de Rubén Abella, ‘No hubiera sido igual sin la lluvia’, que da pie al episodio del que parte la novela.
Se ha dicho que ‘El guardián entre el centeno’, del escurridizo J. D. Salinger, es la novela que todo adolescente ha de leer. Su mirada, esencialmente honesta y sin tapujos, refleja a la perfección las dudas y frustraciones que padecen los jóvenes de cualquier época y lugar. Algo parecido se puede predicar de ‘El vuelo de los delfines’. Es una novela atemporal que habrá de leer todo aquel que haya superado los cincuenta, o bien esté, en mayor o menor medida, próximo a cumplirlos. Quien quiera conocer de verdad, sin complejo de avestruz y a pecho descubierto, qué le espera en la vida tras años de gastada y, como diría mi madre, dura convivencia, a los que tendrá que añadir de seguro los primeros achaques de la edad y las incertidumbres propias de esta sociedad en la que vivimos, deberá asomarse sin miedo al abismo de estas páginas en las que José Ignacio García ha plasmado, como nadie lo había hecho hasta ahora, los sinsabores y quehaceres vitales de nuestra generación.
Pues, como apuntaba al principio de esta reseña, existen dos caminos muy diferentes para opositar a un buen puesto en la Administración o a una primera novela. Sin duda alguna, José Ignacio García ha transitado por el segundo de ellos. Y, tras una ardua, pero segura trayectoria, nos ha brindado de un plumazo una genuina e importante novela… Sin oposición.