Covent Garden encargó la dirección al sudafricano Jonathan Kent. El rompedor regista había triunfado en este escenario con Tosca y en el Mariinsky con Elektra, y aquí apostó por un enfoque moderno y muy cinematográfico, con vestuario insinuante y referencias a ‘Grease’, a Fellini y al cabaret Moulin Rouge. Un reto con ‘Manon Lescaut’ es conseguir replicar el impacto que produjo su estreno en 1893 en Turín: a los espectadores les escandalizó que los personajes vistieran, vivieran y hablaran como ellos. Hoy esto resulta casi imposible, pero Kent incomoda y hace reflexionar con su crítica a la explotación de mujeres, al machismo y al voyeurismo.

El genio de Lucca (1858-1924) avanzó aquí todas sus señas de identidad: una heroína trágica, un libreto cuidado en el que participaron hasta cinco escritores (entre ellos Leoncavallo, autor de ‘Pagliacci,‘ y la dupla Giacosa-Ilica, quienes poco después firmarían ‘La Bohème’) y, ante todo, una partitura irresistible. Cuando el crítico George Bernard Shaw escuchó ‘Tra voi belle, la canción de Des Grieux’, aseguró que Puccini se había convertido en «el heredero legítimo de Verdi». Ambos tenían un don innato: la melodía pegadiza, amplia, sensual, cantable. Eso sí: siempre con una función dramática, pegada al texto. Nunca hay pasajes gratuitos de lucimiento; la música da valor a la palabra, refuerza su expresividad. El estudiante Des Grieux, al principio descreído, usa un canto sarcástico; después, según se deja llevar por la pasión, lo muestra en la expansiva ‘Donna non vidi mai’. Al final, abandonado, se desespera en ‘Mi tradisce’.
Por otra parte, la orquesta retrata a los personajes, evoca recuerdos mediante leitmotive (la juventud en el coro inicial, la traición de Geronte), pinta ambientes a la manera del impresionismo francés, genera tensión –la fuga de cuerdas cuando la policía los descubre robando– y sirve de estructura continua. El brillante ‘Intermezzo’ sinfónico recuerda a Beethoven y, especialmente, a Wagner, con su secuencia de cromatismos que ascienden. «Es nuestra Tristán», elogió el musicólogo Fedele D’Amico.
Sería injusto reducir ‘Manon Lescaut’ a un mero avance de lo que vendría. Es la primera prueba del incomparable sentido dramático de su autor. Puccini maneja los tiempos, hace sufrir y, sobre todo, emociona como nadie. Incluso una decisión insólita, la de situar el final en el desierto, funciona: la angustia de Manon se traduce en una armonía disonante. Imposible contener las lágrimas ante su despedida, agonizante y aterrorizada ante la muerte.